He apostado este cielo a que saldrás y por eso te aguardo en el vestíbulo que separa tu mundo del nuestro, ese mundo que comencé a forjar desde el día en que te conocí. Cada noche mientras duermes he salido a los campos a buscar a los gnomos, he sacudido sus grutas y los he sobornado con tu hermosura. Debiste ver cómo se agitaban en sus rocas cuando les hablé de tus ojos. Los más incrédulos se sacaban un zafiro o una esmeralda del bolsillo y me retaban: “no verás algo más hermoso que esto”, y les conté que tus pupilas eran como una noche de luna condensada, raras como un eclipse de sol, dilatadas cual felino al acecho, brillantes como dos gotas de tinta sobre un trozo de papel. Y todos callaron y me rodearon asombrados como a un profeta. Y ni qué decir cuando les hablé de tu rostro. Les dije que las deidades de mármol fueron siempre intentos vanos de replicar tu gracia, que el alabastro y la porcelana fueron errores de cálculo del Señor, que tú fuiste antes que los demás y al decir “hágase la luz” naciste envuelta en ella, que no hay artista que pueda retratarte ni poeta que pueda describirte sin caer de rodillas al suelo con las manos vueltas hacia el cielo; que tus labios fueron sumergir el pan en el vino y tu pelo, arrancar, disponer y multiplicar las cuerdas de la lira de Orfeo; les dije que eres hermana de las estrellas y que con un beso tuyo se resuelve el enigma de la existencia. Tú no sabes el afán con que esas criaturas alzaron sus palas y picos clamando tu nombre. Iban retozando por las oquedades de las grutas con sus carretas llenas de piedras preciosas, dispuestos a hacerte un castillo. No me debes nada. Les dije la verdad.
