Viernes, 4pm, hora del caos en el semáforo del Bulevar Tutunichapa. La niña de aproximadamente trece años, descalza, que recibe el ardor del asfalto en los pies, desgreñada, sucia y con la ropa agujereada, que convulsiona del hambre y rompe en llanto en medio de la hilera de vehículos de los servidores de la justicia -porque al diablo le gustan las ironías- ignora que la renta que pagamos en marzo para que el estado le cumpla el art. 2 de la Constitución, Bukele se la acaba de echar comprando 500 bitcoin, contra toda sensatez y toda regla de las finanzas públicas, inspirado por las aguas azules del General Martínez o por las profecías de los oráculos del bitcoinfest que le susurran al oído que es buen día para apostarle al esquema ponzi porque un zopilote sobrevoló Casa Presidencial llevando carroña en las patas, y porque al fin y al cabo no es su plata.
¿A quién le importa si ya comió la niña del semáforo o si se inscribió en la escuela?
No es la hija del presidente o la amante del diputado para que le dediquemos un par de minutos en Twitter. Los servidores judiciales no van a protestar si mañana deja de limpiar parabrisas y se queda a dormir para siempre en un viaje espacial de pega de zapato; mientras les paguen su salario puntualmente y el bono de julio, todo marcha “a pedir de bocas”.
Si han guardado pérfido silencio por los inocentes que han muerto durante el régimen de excepción estando obligados a pronunciarse, si han mandado presos a diario a centenares de hombres sin pruebas y sin que les mengüe el apetito a la hora del almuerzo, ¿qué nos hace pensar que podrían afectarles cuarenta milloncitos y un mendigo menos en su haber?
Un limpiaparabrisas menos, una cora más. Al fin y al cabo estos repugnantes pobres que afean la capital y el Centro Histórico e impiden al emir fantasear con Singapur, son el margen de error, la tarifa de sangre que hay que pagarle a Tlaloc en el altar del templo para que nos regale lluvia, seguridad ciudadana y crecimiento del PIB.
Juan Francisco, que nos saluda desde Maryland con el cubrebocas presidencial, tiene por política aprobar las barbaries del régimen de excepción siempre y cuando la policía no se brinque a su hijo Paquito, al fin y al cabo, el amor de Juan Francisco por su país le alcanza para extrañar las pupusas y las hojas de jocote con limón pero no llega a tanto como para sentir como propia la angustia de sus vecinos.
Paco quiere que el dios Tlaloc le regale la lluvia y ahogue a los mareros en un diluvio bíblico pero no quiere que su hijo Paquito sea el sacrificio, el margen de error, el inocente que muere de la golpiza en el penal de Mariona. La ponzoña presidencial le ha hecho tan buen efecto que si el gobierno rifa garrotazos protestará únicamente si sale sorteado. Si usted pensaba que los zombies eran ficción hollywoodense, Juan Francisco es prueba viviente de lo contrario.
“El que nada debe, nada teme”, dicen ebrios de poder en su curul los cerdos de la Granja Animal, y lo corean las cabras y los carneros con los estribillos de la Britany y Diario La Huella, aunque la evidencia demuestre que muchos inocentes están pagando con sangre los puntos porcentuales de popularidad que había perdido el déspota por chivear con el dinero público.
Ahora que la gente aplaude estos espectáculos bárbaros que documenta la prensa y grita “Salve, oh, Nayib. Los que van a morir te saludan” mientras los soldados lanzan desde sus carros las canastas solidarias a la muchedumbre hambrienta, nuestro parecido con el circo romano ya no es más una simple metáfora.
¿Qué diría Salarrué si viera a nuestro pueblo buscando la honra de la Juana en el filo del puñal y condenando al prójimo antes de oír la melodía de su fonógrafo en un juicio oral y público? Nos miraría con el rostro compungido, como a niños de un planeta extraño y después de pensarlo muy duro diría con voz temblorosa:
“semos malos”.