22 de abril

– Si el Ministerio del Amor decide vaporizarme uno de estos días fingiendo que fui víctima de un asalto con arma blanca en el semáforo por un ratero común o de un accidente de tránsito mientras me dirigía al mar, lo único que lamentaré será no haber sido capaz de transmitirle a ella cuán importante fue su aparición en mi vida. No puedo evitar creer, como buen romántico y mestizo supersticioso, que había algo de predestinación en nuestro encuentro, que esa coincidencia tan improbable de conocernos fue realmente un cálculo divino. Es como si cada uno de los dos hubiese hecho desde la infancia todo cuanto debía hacer para coincidir: aplicarse en los estudios para poder postularse en la misma universidad, decantarse por tal o cual vocación, frecuentar los mismos lugares, preferir cierto tipo de amigos, disfrutar de determinados pasatiempos… y, entonces, si lo meditamos bien, nuestro encuentro no ha sido obra de la casualidad, sino obra de nuestro inconsciente.

El campus tenía una plazoleta desde la cual se podía apreciar, de un lado, la montaña en la que había sido edificada, y, del lado opuesto, unas gradas que finalizaban en un engramado desde donde se accedía a una vista sobrecogedora del horizonte. Dicha plazoleta, cosa extraña, permanecía casi siempre vacía. Los estudiantes estaban tan absorbidos por sus responsabilidades que pasaban de largo en una y otra dirección, yendo y viniendo de las aulas hacia la biblioteca en los recesos sin detenerse jamás, cargando entre las manos voluminosos tomos como hormigas en interminable faena. Las únicas dos circunstancias en las que era común ver a algún estudiante sentado en el graderío eran, bien porque habían recibido malas calificaciones bien porque esperaban que su transporte apareciese en el lobby para volver a sus casas. Roque, que nunca se habituó a los espacios concurridos y ruidosos había escogido este lugar para devengar los minutos de ocio que tenía entre clases.

Por las tardes solía sentarse en el “trono”, que era como había bautizado a aquél graderío, y mientras se deleitaba viendo ponerse el sol al ocaso por entre las lejanas y azules montañas, estudiaba los clásicos griegos y los diálogos de Platón, obras que había comenzado a estudiar hacía algunos años por influjo de su profesor de matemáticas. Un día que, por quién sabe qué contratiempos, llegó a su trono más tarde de lo habitual, se encontró a una joven usurpando su espacio. La observó detenidamente, como solía hacer con todo el mundo, notando que no parecía haber recibido ninguna mala noticia o que no estuviese esperando a nadie. Estaba allí, simplemente existiendo, como existen los gorriones cuando se posan en las ramas de los árboles. A Roque le pareció, como a D’Artagnan al ver al picardo Planchet lanzar guijarros al río, que la actitud de aquella joven denotaba un espíritu reflexivo y contemplativo, y que, de pronto, la vida de esta criatura podía albergar propósitos más elevados que los del resto de maquinitas semovientes que poblaban esos recintos que consistían en conseguir una excelente tasa de retorno de la inversión de sus padres en su educación. Roque no se disgustó por haberle sido arrebatado el sitio que había consagrado para sus contemplaciones vespertinas. Por el contrario, lo invadió una sensación de indecible bienestar. La idea de encontrar otro ser humano como él que apreciara las bondades que prodigaba la naturaleza con la vista que ofrecía el horizonte que tenía enfrente lo entusiasmaba; la joven parecía, pues, una promesa de alivio de lo que Fromm llama el vacío de la separatidad. Fue a sentarse a un extremo del graderío y se zambulló en la lectura hasta que dieron las seis, hora de su siguiente clase. A un tiempo, con perfecta sincronía se levantaron ambos de las gradas que les servían de asientos, mimetismo que provocó que se sonrieran cordialmente. A Roque se le cruzó por la mente la probabilidad de que la joven que le había producido tal curiosidad se dirigiera a la misma clase que él, pero la descartó, avezado como estaba a no hacerse ilusiones sobre las mujeres de su edad para evitarse sus frecuentes desaires.

Roque apuró el paso. En la primera clase de cada asignatura se definen siempre las posiciones que ocupará cada uno a lo largo del curso, y, por regla general, los que llegan de último son los que ocupan los puestos del fondo, y, por ende, a quienes les toca esforzarse más para escuchar las cátedras y para no distraerse en el caldo de expresiones humanas de todos los que están adelante. Roque se sentó en la tercera fila y esperó.

– ¿Puedo sentarme acá? ¿No está ocupado?

No solo se trataba de ella: era ella sentándose a su lado en la primera clase de Derecho Constitucional.

– Claro que sí. Siéntate.

– Estabas leyendo la Ilíada, ¿no es cierto? En la plazoleta.

– Ah, sí, sí. Claro. Me gusta leer en los ratos libres. Es la sexta vez que la leo.

– ¿Por qué tanto?

  • Las primeras dos veces que la leí fue por obligación de mi mentor cuando aún era niño. Las demás, ha sido porque comencé a experimentar cierta curiosidad por la mitología griega y cada vez que la leo, entiendo mejor cómo estaban emparentados los dioses con ciertos héroes.
  • ¿Sabías que Hércules en realidad se llamaba Alcides y que fue rebautizado como Heracles en honor a la diosa Hera que lo aborrecía por ser fruto de una aventura de Zeus?

Roque la miró entusiasmado. Era muy bella. Tez blanca y ovalada, labios pequeños y muy bien delineados, cejas delgadas, densas y arqueadas, párpados soñadores, nariz pequeña y un poco afilada, frente amplia, cabello lacio entre castaño y rubio, ojos grandes y brillantes, predominantemente verdes con una estela rojiza alrededor de la pupila cual si se reflejara en ellos la nebulosa de orión, alta, delgada y muy elegante. Rostro de inmaculada virgen del renacimiento, arquetipo de la belleza occidental. Seguramente más de algún borracho en zumba al verla se habrá santiguado.

  • Sí, sí. Algo he oído. También he descubierto que el caballo Pegaso nada tiene que ver con Heracles, como nos lo ha querido representar Disney en las animaciones.
  • Disney es responsable de las mayores distorsiones de la mitología, pero quién podría quejarse de semejante nimiedad -replicó ella esbozando una sonrisa de resignación-. No es cuestión de vida o muerte en un mundo en el que lo que interesa es vender, no saber. A mí me gusta leer a Platón porque utiliza mucho a Homero en sus diálogos.

“De qué planeta ha salido esta mujer”, pensó Roque. De cuándo a acá, en pleno siglo XXI, una muchachita de veinte años se permite hablar de Homero con la naturalidad con que se habla de los estrenos del cine o las canciones de los raperos y reguetoneros de moda. “Quizá no sabe gran cosa y solo pretende impresionarme y darse ínfulas de un falso cultismo”, pensó para sí.

  • Yo pasé toda mi vida leyendo literatura clásica. No, por propia iniciativa. Mis padres son muy estrictos y lo que he sacrificado en vida social lo he ganado en aprender cosas que no puedo conversar con nadie. Tengo serios problemas de socialización porque nunca he cultivado relaciones humanas. He hecho lo que hacen todos los presos: matar el aburrimiento con lo que sea que tenga a la mano, y lo que yo he tenido a la mano ha sido la bibilioteca decorativa de mi padre, digo decorativa porque no recuerdo haberlo visto jamás leyendo un libro, ni de broma.
  • Entonces ya somos dos esclavos oprimidos por el yugo de la autoridad parental. Con la diferencia de que mis alcaides no fueron mis padres sino mi profesor de matemáticas de primaria que me adoptó cuando me quedé huérfano.

El profesor de Derecho Constitucional había llegado con un par de minutos de retraso. Se disculpó y se dispuso a iniciar la clase. Roque, estudiaba el quinto año de economía y había escogido la clase de Derecho Constitucional como asignatura electiva con los estudiantes del segundo año de Derecho. No se imaginaba que esta decisión contenía la que sería la coincidencia más feliz de su vida.

  • Me llamo Sofía -dijo ella sonriendo-. Ya me contarás cómo fue que acabaste siendo adoptado por tu profesor de matemáticas. Sé dónde encontrarte.

Los días se habían sucedido rápidamente como en un sueño. Se veían todas las tardes y cuando no estaban jugando, charlaban prácticamente sobre cualquier cosa. Siempre estaban jugando, incluso durante las clases. Habían sistematizado todas las expresiones y gestos que hacía el profesor de Derecho Constitucional a quien aborrecían cordialmente por su antipatía con los estudiantes. La afición de este profesor consistía en ridiculizar a sus alumnos públicamente por prácticamente cualquier cosa que acontecía en la clase: por una silla mal alineada, por una postura, por un gesto, por un comentario, por una pregunta. Todo era motivo de ridículo y el mejor alimento del déspota consistía en ese silencio cargado de vergüenza y suspenso que poseía a todos sus estudiantes cuando se disponía a destruir la moral de la víctima de su siguiente ataque. En cierta ocasión el turno sería para Sofía, que no pudo resistir la tentación de reír cuando el profesor hizo uno de sus recurrentes comentarios políticos finalizando con el estribillo de siempre: “Gracias al cansancio de la gente y de la mano de nuestro presidente” y observó que Roque lo remedaba alzando levemente el índice y adoptando aire circunspecto. El profesor, se acercó a ella sereno y mirándose lo zapatos con naturalidad, le preguntó:

  • ¿Ha leído usted el Quijote, señorita?
  • Sí, la he leído -dijo ella, con el rostro congestionado.
  • Entonces, ¿se acordará usted de aquella famosa sentencia que dice que es mucha torpeza la risa que de leve causa procede?

Sofía hundió la cabeza, avergonzada, esperando resignadamente a que el profesor acabara con su dignidad ante sus compañeros.

  • Es que la causa de su risa no es leve -dijo Roque, mirando impertérrito al profesor-. Que usted no tenga facultades para entender la gracia que nos causa su servilismo es su problema, no nuestro.

El profesor se volvió hacia Roque, con la mórbida expresión del salvaje que se dispone a degollar a un corderito:

  • ¿Es con usted que estoy hablando, señor Pérez? Nunca abre la boca para decir nada de provecho, ¿y pretende honrarnos ahora con comentarios que nada tienen que ver con la clase?
  • Es natural profesor, que yo no tenga nada útil qué comentar cuando lo único comentable de su clase es la forma poco civilizada en la que se dirige a los estudiantes. De los treinta minutos que llevamos de clase, diez han sido para denigrar a los compañeros y veinte para alabar al Régimen. Ya no sé si su objetivo es provocarnos para que ejercitemos nuestra templanza o inculcarnos ese raro culto caudillista que usted profesa. Ante su evidente ineptitud, usted pretende ganarse nuestro respeto humillándonos e infundiéndonos miedo. Pésima estrategia totalitaria, profesor.

El profesor estaba lívido. No esperaba una respuesta en ese tono, con esa convicción y menos con la tranquilidad con que Roque la había pronunciado. Su ego, sin embargo, era lo suficientemente grande como para renunciar a la última palabra; lo encaró con todo el aplomo que pudo reunir, y haciendo una contorsión con la boca en señal de menosprecio, replicó:

  • Hoy resulta que un intruso, simple y nada aprovechado estudiante de economía se cree capacitado para cuestionar mis conocimientos del Derecho. ¿Desde cuándo los pájaros les tiran a las escopetas, señor Pérez? ¿Qué estoy yo haciendo aquí, jóvenes, si el ilustre señor Roque Pérez les puede ofrecer un doctorado en Derecho Público con un curso intensivo de una semana?

Todos habían enmudecido, nadie se movía y nadie respiraba. Un prurito nervioso recorría el cuerpo de los estudiantes. La atención estaba cien por ciento concentrada en el desenlace de aquella discusión que sería objeto de conversación de los pasillos en lo que restaba del año.

  • Se equivoca, profesor. Aunque tanto usted como yo sabemos de Derecho lo mismo que de Física cuántica, nos diferenciamos en que yo tengo la humildad de reconocer mi ignorancia. La petulancia nunca ha sido mi estilo, pero de usted no puedo decir lo mismo.
  • Usted pretende desacreditar sin argumentos los conocimientos de un profesor ampliamente acreditado en las mejores universidades de Europa, ¿no le parece que no solo es petulante sino que tampoco puede serlo más de lo que ya lo es?
  • Del mismo modo en que no necesito ser astrónomo para saber a qué horas sale el sol y a qué horas se oculta, tampoco necesito ser jurista para reconocer que usted no lo es.

Se levantó de su asiento un estudiante petiso, lentes de batracio, manos regordetas y sudorosas y ojos inquietos y dirigiéndose a Roque, le gritó:

  • Ya estuvo bien. Ya obtuviste tus cinco minutos de atención, ahora te pido que, si no vas a aportar nada útil a la clase, no nos hagas perder el tiempo y permitas al profesor que nos siga instruyendo con sus conocimientos. A algunos aquí sí nos interesa aprender.

El profesor recibió esta intervención como un regalo de la Providencia. Se trasladó al escritorio parsimoniosamente como quien obtiene un victoria que juzga insignificante, esperando, sin embargo, que la incomodidad del silencio se instalara y Roque acabara por fin por sentarse.

  • Es curioso -dijo Roque- que en esta clase se ha recreado un modelo a escala de lo que está sucediendo con nuestra sociedad. Tenemos un dictador que abusa de su autoridad para satisfacer su narcisismo, una multitud sometida que obedece y se deja humillar por temor a las consecuencias, y como siempre, uno que otro imbécil como el que se acaba de levantar, que cree que endosándole su apoyo y lealtad incondicional al tirano se hará acreedor de privilegios que los demás no poseen. Le entrega al tirano mi cabeza y frente al silencio de los demás, le da apariencia de legitimidad al comportamiento del maestro. Si cada uno de los sensatos que estamos acá tuviese el valor de sostener públicamente lo que íntimamente piensa sobre la ineptitud de este profesor, no duraría dos días en esta cátedra, pero hemos sido domesticados en nuestros hogares para que aguantemos todo lo que haga falta con tal de obtener nuestros títulos. Resulta, pues, que como me da asco formar parte de sociedad semejante, me retiro y los dejo en la fetidez de la putrefacción moral.

Se levantó como quien realiza una acción ordinaria. El catedrático se quedó en silencio, esperando a que Roque se marchara. Cuando cruzaba el umbral, se levantó también Sofía, apresuró el paso hasta alcanzarlo y lo siguió silenciosamente. A continuación se levantaron otros tres jóvenes, y uno de ellos profirió entre dientes, aunque con la suficiente potencia como para ser escuchado por los demás:

  • Hace mucho tiempo que debimos largarnos de aquí. Ojalá abandonar el país fuera tan fácil.

El amor tiene esa curiosa propiedad de algunos cuerpos celestes de hacer patente la relatividad del tiempo y del espacio. Nunca transcurría el tiempo más rápido para Roque y Sofía que cuando estaban juntos y nunca más lento que cuando estaban separados, y ese tiempo precioso que podían dedicarse estaba al arbitrio de la oficina de los horarios. Sofía vivía al mejor estilo de las princesas cautivas de los hermanos Grimm o de las Mil y Una Noches, es decir que en los tiempos en los que no estaba dedicada devotamente a su educación, permanecía recluida en el alcázar del palacio paterno en las labores domésticas esperando día tras día y noche tras noche al héroe, que con ayuda de algún Efrit o de algún atuendo mágico, fuese a rescatarla. El tiempo, pues, era un recurso muy escaso; y escaseaba más en la medida en que los padecimientos del amor eran en Sofía cada vez más visibles. Su padre, don Ricardo Casablanca, miembro de una estirpe de empresarios argentinos que, venidos a menos, decidieron emigrar y comenzaron a medrar en estas tierras desde finales del siglo pasado, llegando a construir un verdadero imperio de los negocios, no estaba dispuesto a cejar en su propósito de que Sofía se uniera en vida y fortuna a alguien que la tuviese bastante como para preservar el imperio que con esfuerzo habían construido y en una época en que ésta tuviese cualidades bastantes para merecer al mejor partido. Roque, naturalmente, no era variable en esa ecuación y, muy probablemente, habría evitado enamorarse de una Casablanca si hubiera podido auscultar desde un principio, que aquella sencilla joven de veinte años que se había sentado a su lado en las clases de Derecho Constitucional y que no parecía sino que era alguna de las estudiantes de clase media que se costeaba la mayor parte de su educación con una generosa beca, era ni más ni menos que una de las herederas del imperio.

¿Cómo un huérfano de padre y madre, que había vivido su infancia y su adolescencia en la más extrema de las pobrezas había llegado a ser el amante furtivo de una de las mujeres más codiciadas del país? Cualquiera que oyera semejante relación habría pensado que era una historia de algún taxista desocupado, con mucha creatividad y pocas carreras, pero, sea que fuera obra del destino, del azar o de la Providencia, el caso es que la situación era digna de ser contada por más de un chofer desocupado.

Esta feliz coincidencia, si embargo, era obra de una serie de causas perfectamente explicables: de la educación que ambos habían recibido y del carácter que cada uno había forjado en las circunstancias particulares que habían vivido. Roque era el hijo de la frustración redimida. A la muerte de sus padres, su profesor de matemáticas, un hombre esforzado y de muy buen corazón que había desarrollado un profundo resentimiento contra la sociedad que le había dado la espalda -el mejor matemático que había parido la república, mientras lo fue, y que acabó como maestro de aritmética de primaria debido a la falta de una infraestructura para la promoción del saber, condición propia del tercer mundo-, tomó la determinación de adoptarlo, motivado por ese sentimiento que podríamos denominar “la solidaridad de los oprimidos”, y lo educó y convirtió en una especie de máquina de saberes humanos, en un homúnculo que bien podía ganarse la vida como prodigio de circo recitando las capitales del mundo y haciendo operaciones complejas sin ayuda del papel para gloria de su domesticador. Roque, desde niño, se convirtió en una extensión de su maestro, en el receptáculo de su frustración, y, no fue sino gracias a su buena disposición de espíritu, a su avidez por la filosofía y el autoconocimiento y después de una durísima adolescencia de marginación social, que aprendió a neutralizar las frustraciones e inseguridades que le transmitió su padre adoptivo, por lo que, al arribar a la juventud, había aprendido a abrirse paso en la sociedad forjando un carácter firme, y, en ciertas ocasiones, incluso, arrogante. Había convertido su mente en una poderosa arma contra los abrojos de la pirámide social y se había acorazado de una seguridad emocional imbatible que le permitía abrirse camino en las sendas más estrechas y las selvas sociales más intrincadas. Gracias a las privaciones que padeció durante los primeros años de su vida dedicado completamente a su educación, no le resultó difícil obtener cierto reconocimiento local y acceder a las mejores universidades del país con ayuda de subvenciones privadas. Es así como consiguió compartir atmósfera con los hijos de los personajes más notables del feudo.

Sofía, por su parte, había recibido instrucción en uno de los mejores colegios de la capital y había sido programada psicológicamente por el círculo que la rodeaba para que fuese particularmente sobresaliente en todo lo que emprendiera. Como primogénita y heredera de la fortuna de su familia, tenía el deber insoslayable de la perfección y debía dedicarse exclusivamente al cultivo de la virtud. En el colegio fue víctima de la maldición de los ajenos, es decir, de los que, por las diferencias de su condición, no adquieren nunca el olor distintivo de la manada y que en los pobres se conoce como aporofobia y que, en los ricos existe, excepcionalmente, en la infancia, es decir, cuando el dinero aún no tiene el poder sobre las mentes de la sociedad de impúberes de aclarar que la diferencia obedece a la superioridad de clase, por lo que no participa instintivamente por competir en la escasez de recursos de la manada. Sofía era más bella que las demás, más elegante que las demás, más instruida y educada que las demás y tenía ventajas que sus demás compañeras no poseían, por lo que, pese a todas estas ventajas, creció siendo víctima de la marginación social, cosa que la llevó a desarrollar inseguridades sobre sí misma que habrían podido sortearse si hubiese estudiado en un colegio mixto, pues lo que para las mujeres es objeto de envidia para los hombres es objeto de admiración o si su familia no se hubiese esmerado por convertirla en un trofeo sin valor intrínseco. Sofía nunca fue consciente, pues, de las diferencias abismales que existían entre ella y el resto de sus compañeras, por lo que atribuía el desdén y la soledad, a su falta de cualidades personales que no a la abundancia de ellas. Podía decirse, pues, de Sofía como de Cossette: “que andaba llevando en sus manos, sin saberlo, las llaves del paraíso”.

Si la joven hubiese sido consciente del valor de sus diferencias, quizá habría sido menos consciente del valor de sus semejanzas; quizá, bajo el influjo de los aduladores, que no faltan en nuestras sociedades mercantilistas, se habría envanecido y se habría adormecido su esencia. Afortunadamente, bajo la condiciones difíciles en las que creció y habiendo padecido a edad temprana los primeros esbozos de la opresión, creció con ella el anhelo de conocer la bondad y la justicia y comenzó a experimentar una repugnancia instintiva exacerbada por los perjuicios de clases y por la discriminación social.