Claro que la chatarra mental es atractiva. Pregúntenme si prefiero ver videos de Mister Bean y Franco Escamilla o leer a Aristóteles; pregúntenme si prefiero ver Friends en Netflix o un documental sobre la Guerra Fría. Lo peor del caso es que no creo que Netflix, Facebook o Nintendo, vayan a sacar un anuncio como el de los cigarros Marlboro: “el consumo excesivo de este producto causa serios daños a la salud mental y emocional”.
¿Se ha preguntado alguna vez por qué piensa cómo piensa y no de otra manera? Así como el cuerpo se alimenta de la materia, así la mente se alimenta de las ideas. Así como hay materia que perjudica o beneficia la salud corporal; así hay ideas que perjudican o benefician la salud mental. No estamos tan conscientes de las consecuencias que la ingesta de ideas tiene sobre la mente como de las consecuencias que la ingesta de materia tiene sobre el cuerpo, porque vivimos en un mundo esencialmente materialista.
Si lo que su cerebro ingiere diariamente pudiera clasificarse, como los alimentos, desde lo altamente nutritivo hasta la “chatarra”, ¿qué porcentaje de chatarra consume en su dieta diaria? Examinemos: ¿qué porcentaje del día invierte en ver memes, en conversar sobre la vida de otras personas, en enterarse de los espectáculos o de las viralidades de las redes sociales, en ver las tendencias de Netflix, partidos de fútbol, jugar Fortnite o Free Fire? ¿Considera, honestamente, que estos son alimentos mentales nutritivos? Claro que hay una dosis para el ocio, ¿pero no será que a veces abusamos en nombre del sano esparcimiento e ingerimos sobredosis espeluznantes de chatarra mental?
¿Consecuencias de ingerir chatarra mental? Las hay variadas, como las enfermedades corporales: depresión, ansiedad, miedo, ira, egoísmo, egocentrismo, celos, esquizofrenia, fanatismo, odio, servilismo, o en su defecto simplemente anemia; hay anemias espirituales y anemias intelectuales; a esta última la conocemos vulgarmente como ignorancia. Claro que no es tan obvio, pero imagine que usted es un adolescente que invierte todo su día recluido, leyendo historietas, ¿acaso no tendrá problemas para adaptarse socialmente?; o imagine que usted es un joven desempleado que ha pasado en su cama tendido todo el fin de semana viendo sus redes sociales, porque le parece que no tiene nada mejor para disipar el tedio de la rutina, y de pronto mira una foto de sus amigos viajando por Europa, visitando museos, yendo al gimnasio, o en una conferencia importante sobre cualquier temática: por esa tendencia social del hombre a las comparaciones, usted sufrirá, según su sensibilidad, desde tristeza y culpa hasta depresión, y si su estado ha sido provocado por alguna injusticia social, sentirá rabia, impotencia, resentimiento; y si es un poco egoísta, sentirá envidia y la maquillará para sí mismo arguyendo que su descontento proviene de otras fuentes. La combinación entre nuestras predisposiciones y lo que ingerimos, puede tener toda suerte de efectos sobre nosotros, y muchas de ellas pueden ser perniciosas.
Algo tan simple como una imagen sobre el feminismo o el aborto, o cualquier tema polémico, puede detonar sus más enconadas pasiones y resentimientos. Algo tan simple como el marcador del último partido de la Champions puede detonar su fanatismo. Una noticia sobre el auge de la criminalidad puede exacerbar su odio. Todo lo que nuestro cerebro consume genera un efecto sobre nuestras pasiones, nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestra forma de percibir el mundo, y por ende nuestra forma de ser y de comportarnos. El hecho de que nos cueste admitir el grado de influencia que ejerce lo que vemos u oímos sobre lo que sentimos y pensamos no significa que esta influencia no sea sobrecogedora.
Luego, con este coctel de desequilibrios emocionales, pasionales y mentales, con esta ensalada de prejuicios, usted puede ser un enfermo inconfeso, asténico, con leucemia. Sus defensas contra la desinformación son tan bajas que se cree absolutamente todo y no tiene absolutamente ningún filtro para discriminar la calidad de la información que ingresa a su cerebro; su moral es sumamente maleable; es proclive a la manipulación mediática, al consumismo; emocionalmente se convierte en uno de esos peluches que cuelgan del retrovisor y se mueven con la inercia. En cuestión de minutos puede pasar de la risa desaforada al llanto, o de la compasión a la cólera.
Pero así como para curar una enfermedad el primer paso es aceptar que se tiene, hace falta un alto grado de humildad para reconocer nuestra vulnerabilidad emocional o intelectual. Nadie va por ahí reconociendo frente a sus amigos: “soy ignorante”, como quien dice “tengo anemia”, o diciendo abiertamente después de un altercado: “mi inteligencia emocional es muy pobre”. Es tan grande nuestra arrogancia a este respecto, que, incluso alguien que invierte sus días y sus noches consumiendo puras trivialidades puede llegar a creerse con suficientes argumentos para tener la razón en algún debate sobre economía o política. En consecuencia, nadie va por ahí diciendo: “lleno mi cabeza con puras estupideces” o “cómo no voy a estar deprimido si sé que en lugar de hacer lo que debería, estoy viendo las historias de Instagram de gente que ni siquiera conozco”.
Dado que el tema es a propósito para entrar en singularidades y el tiempo es escaso, cierro intempestivamente y resumo esta letanía en: “somos lo que perciben nuestros sentidos”.