Muchachos, ¿realmente vale la pena estudiar?

Niños, jóvenes, ¿para qué estudian? Honestamente: ¿Es que la educación que reciben es realmente tan buena para conseguir eso que se proponen? Yo los he visto haciendo cabriolas y gritando como convictos que cumplen su condena, al final de cada jornada, como si la educación les truncara los sueños en lugar cooperar con ellos. Los he escuchado en los pasillos, implorando al Eterno que les alivie la pena y les prolongue las vacaciones; o que se venga una tormenta tropical y suspendan las clases a nivel nacional. Yo he visto ese desdén inconfeso que le profesan a la educación.

Lo diré por ustedes, aunque me gane el repudio de los pseudo pedagogos por decir una verdad incómoda: lo cierto es que ustedes, en lo más íntimo de su convicción, no creen en la educación que reciben; y yo tampoco. No los he visto ansiosos por entrar a sus aulas cual compradores compulsivos en Black Friday. Ustedes saben perfectamente que en el fondo no les importa: que se duermen en las exposiciones; que se han memorizado tantas cosas que desecharán al día siguiente como se desecha la granza después de la criba; que si pudieran dormir una hora más en sus casas, lo harían de buena gana; que la mitad de sus maestros apenas sabe de lo que habla, que algunos acabaron siendo maestros porque no tuvieron más remedio; que sus clases de historia se volvieron tertulias de adoctrinamiento político; y que en sus clases de física dejaron a un lado la termodinámica y los fluidos para distraerse conversando de la vida privada de su profesor. Ustedes se rehúsan a admitir abiertamente que conciben la educación como un requisito de grado y no como  una necesidad de autorrealización personal. Confieso que esta no es la realidad que quisiera, pero es la realidad que tenemos.

¿Y qué tal si ustedes tienen razón? ¿Qué tal si los desmotiva pensar que la mayoría de nosotros acabaremos desempleados o subempleados, obligados por el hambre a ganar el mínimo, o, en el mejor de los casos, con un salario que no dignifica el esfuerzo por el que sacrificamos la infancia y la juventud? ¡Pregunten a los que ya nos emancipamos del yugo si realmente cumplimos nuestros sueños; si heredamos ese futuro mejor que nos prometieron los políticos. Pregúntenle al administrador de empresas que terminó en un call center, o al ingeniero industrial que hace Uber y se esconde todos los días de la policía para que no le quiten el vehículo con el que se granjea la vida. Pregúntenle al joven que trabaja en un restaurante de comida rápida cantando el feliz cumpleaños con un sombrero de charro o un gorrito de pitufo. Pregúntenles si ese era el sueño que perseguían cuando madrugaban para ir a estudiar. ¿Vale la pena educarse? De mis compañeros de escuela, los que mejor viven son los que dejaron el séptimo grado y se fueron a vivir el sueño americano, que era el único sueño posible; los que dejaron a medias el bachillerato y se fueron a vender al mercado central; los emprendedores, los negociantes; incluso los usureros y los que se dedican a cosas dudosas. ¡Y qué!, si la sociedad nos ha predicado hasta el hartazgo con sus hechos que la corrupción se premia, aunque con su discurso afirme lo contrario.

¿Para qué estudian y se esmeran por sobresalir, si los puestos en el gobierno se reparten entre los parientes de los funcionarios? No lo digo yo, lo dicen ustedes en sus tertulias del receso. ¿Para qué estudian, entonces, si lo que importa es “tener cuello”? ¿Para qué van a la universidad si los últimos cuatro presidentes apenas terminaron la educación media? ¿Para qué estudian, si la señora de las verduras no tuvo que sacar ni tercer grado para andar en su pathfinder?

Y si la educación no nos ha servido para alcanzar bienestar, ¿para qué, ¡Dios mío!, sirve la educación? Yo les diré con simpleza que si algo no surte los efectos que debería es porque no se hace como se debería. Creo que las sociedades son un reflejo de sus creencias; y que, por una especie de efecto Pigmalión, si la educación en El Salvador no rinde los frutos que hemos visto madurar al otro lado del mar, es precisamente porque nuestra sociedad no cree en el valor de la educación; creo que la causa de este problema radica, precisamente, en que nuestra sociedad nos ha fomentado la actitud de estudiar sin fe, con desgana, por compromiso; que no hemos sabido reconocer en la educación su poder liberatorio, que no tenemos verdadera conciencia del valor del saber. Quiero decir que hemos sido tan hondamente afectados por el paradigma de que la educación vale por lo que es capaz de producir en dólares americanos que pareciera que el aprendizaje solo es importante en tanto nos genera riqueza, y que, en tanto no la genera, es inútil. Creo, pues, que el verdadero problema es que este mismo sistema que los obliga a madrugar todos los días para ir a sus centros de estudio, es el mismo que les sugiere que estudiar no sirve para nada, y que se esmera en predicarles con hechos que estudiar es una pérdida de tiempo; inconscientemente ustedes se sienten estafados con el cuento de que un día serán Gerentes de Unilever y astronautas de la NASA, cuando en sus narices confirman que la realidad es otra muy triste.

El verdadero problema es que todo lo que les dije anteriormente es la verdad subrepticia que a todos les han inculcado; esa falsa verdad que todos saben y profesan, pero que nadie denuncia. El verdadero problema, niños y jóvenes, es que esta sociedad les ha invertido maliciosamente su escala de valores haciéndoles creer que para ser exitosos no necesitan prepararse; que no necesitan más que dinero, y que lo demás viene por añadidura. Y luego, por no creer en la educación son condenados a la verdadera pobreza y mediocridad, condenados a permanecer en los últimos escalones de la pirámide social, perpetuando los privilegios de los que sí pagan miles de dólares por educar a sus hijos, los privilegios de los que no pasan viendo en el teléfono las sandeces de La Brittany y La Mara Anda Diciendo. ¿Logran descubrir por qué nuestra incredulidad frente a la educación es la causa de nuestro subdesarrollo? ¿De verdad se creyeron que se puede alcanzar el progreso haciéndole trampa al conocimiento? ¿De verdad creen que su astucia logrará compensar su ignorancia y que podrán mofarse de un título como de un cartón cualquiera que cuelga de una pared? ¿De verdad creen que las grandes civilizaciones humanas se construyeron sobre el menosprecio hacia el saber; que los países con las mejores condiciones de vida se forjaron al margen de los grandes progresos sociales, técnicos y científicos; y que basta con sacar la primaria y ser “arrechos” para que una nación prospere? ¿De dónde creen que proviene toda esta violencia, este desempleo, esta desigualdad y esta corrupción que nos castigan, sino de la mera ignorancia a la que hemos entronizado con tanta petulancia?

Mañana, muchachos, cuando se despierten amodorrados y con los ojos legañosos, hartos de ir a estudiar y deseando que les cancelen las clases, piensen que les han estado viendo la cara mientras les enseñan solamente lo necesario para pagar las cuentas de la casa; piensen que ustedes mismos condenan a sus familias y a su sociedad, por haber perdido la fe en la educación, esa fe que muchas veces ni sus padres tienen. La única manera de restaurar esta sociedad derruida que heredamos es virando el timón y dando a la educación el valor que nuestra sociedad le ha negado. Si van estudiar, háganlo porque creen en el poder de la educación y no porque no tienen alternativa. El día que lo hagan; el día en que dejen de autolegitimar su mediocridad…ese día…ese día El Salvador no necesitará caudillos para hacer milagros. Antes no. Despierten.

Mis disculpas y admiración para los maestros que dignifican su labor y para quienes ejercen las profesiones y oficios que he utilizado en este artículo de forma ejemplificativa.