He oído a grandes pensadores de la actualidad decir que vivimos en una sociedad de recompensa instantánea, un mundo en el que lo queremos todo y lo queremos ya. Vivimos en un mundo al estilo del circo de Pinocho en el que todos nuestros deseos están al alcance de nuestras manos. ¿Quieres una casa? Pide un crédito; ¿quieres un auto? Ve a la distribuidora de vehículos, ¿quieres un teléfono?, ve a la agencia; ¿quieres lucir un cuerpo esbelto? Hazte una cirugía, un implante, o tómate una píldora milagrosa; ¿quieres pizza?, la pides a domicilio; ¿quieres ser cantante? siempre hay un estudio de grabación que te ofrezca hacerte un demo sin cuestionar tus habilidades vocales; ¿quieres ser modelo? Por algo tienes una cámara de alta definición en tu celular y has creado una cuenta en Instagram y te siguen doscientos afganos y quinientos acosadores en potencia, ¿quieres ser intelectual? Escribe en Twitter sobre el sistema o paga una columna en el periódico, con suerte te adoptan en alguna revista digital, ¿quieres ser hermosa? Ponle filtro a tus fotos, ¿quieres ser poeta? Ponte una boina, te reúnes en un bar con un par de locos, escribes todos los días en Facebook saludando a tu público y te convences a una imprenta para que te imprima doscientos ejemplares que venderás entre los que después querrán que les devuelvas el favor comprándoles los suyos.
¿Quieres ser líder poderoso? Levantas una iglesia con una denominación rimbombante o fundas un partido político o un movimiento ciudadano que sea “pro-[algo]”. Te la quieres dar de empresario, haces una página en Facebook con fotos de platillos bajadas de internet, ¿quieres ser hombre de mundo? te tomas una foto en un restaurante fino; ¿quieres ser un hombre influyente? vas a las ponencias a puertas abiertas y le pides una foto a tu político favorito mientras le das la mano. Quieres ser un joven exitoso, te involucras en alguna organización estudiantil o haces voluntariado con una embajada que tenga un programa “jóvenes-[algo]” y le explicas a las redes sociales que te importa mucho la problemática social y que serás un día presidente de la república. Además, nada te cuesta conseguirte un saco y una corbata y lustrar los zapatos y ponerte un carnet de voluntario, de aprendiz de diplomático, de debatiente, de líder.
Todo sea por parecer importante, aunque te falte paciencia para encerrarte unas cuántas horas a leer un libro, aunque te falte fuerza de voluntad para salir a correr por las mañanas, aunque te falte fuerza de voluntad para privarte de aquellas cosas a las que eres adicto, aunque no tengas ni la menor idea del sacrificio que implica hacer las cosas de verdad. En los últimos veinte años hicimos del mundo un mundo de apariencias. Ya no sabemos si tú eres el introvertido que apenas habla con sus compañeros de clase o el influencer con centenas de seguidores en las redes sociales; si ese mismo que no encuentra empleo desde hace meses es el mismo que sale con unas birrias en el malecón. No sabemos si eres lo que gastas o lo que debes, si eres lo que eres o lo que intentas fingir que eres.
Hoy en día es tan fácil conseguir una bandera y tomarse una foto en el aeropuerto con el epígrafe “representando al país”, mientras ni el país, ni siquiera tus familiares saben que los estás representando en algo. Hoy tenemos tantos representantes del país, tantos músicos, tantos poetas, tantos cineastas, tantos locutores, pintores, coreógrafos, críticos, historiadores, filósofos, teólogos, modelos, genios, físico culturistas, bloggers, emprendedores, empresarios, luchadores sociales, pastores, maestros, líderes, y todo lo que pueda concebir la mente humana que por un momento creí que mi país había visto nacer a la crema del mundo. No puedo menos que lanzar al aire empozoñada una sentencia: “parturiunt montes, nascetur a ridiculus mus”.
Hoy entiendo por qué la gente asocia la reflexión con la tristeza. Ese aterrizaje en la realidad que provoca autorreflexionar sobre la propia vida es sumamente doloroso cuando se lleva mucho tiempo fingiendo.