Nada hay más contradictorio que ver a un pueblo que tiene la cultura del libre mercado inyectada en la médula de los huesos manifestándose contra la privatización. El pueblo salvadoreño que tiene una de las más altas penetraciones del mercado de teléfonos móviles en el mundo es el país que se opuso con tan acendrada tozudez a la privatización de las telecomunicaciones; el pueblo salvadoreño que tiene a un tercio de su población viviendo el sueño americano en la cuna del capitalismo es el que se pronuncia exacerbado contra la privatización; el pueblo salvadoreño que tiene un sistema de salud pública colapsado, un sistema de educación pública vergonzoso y que prefiere no ocupar su servicio de transporte público es el mismo que hoy se pronuncia contra la privatización. Este pueblo que aborrece la cosa pública es el mismo que no quiere que la administren manos privadas, al estilo de la telenovela “ni contigo ni sin ti”. Sospecho una especie de cinismo en el hecho de protestar por la privatización y luego gozar con descaro de sus beneficios, tolerando a su vez con desfachatez todos sus perjuicios; sospecho una especie de cinismo cuando veo a la gente preferir la educación privada, la salud privada, la seguridad privada, la recreación privada, la procuración privada, el transporte privado y un amor inusitado por la propiedad privada y no obstante ello rasgarse las vestiduras por los bienes y servicios públicos.
Se quejan del suministro de agua potable por una institución oficial autónoma en donde hubo casos emblemáticos de corrupción, pero recelan la privatización del agua que, de más está decir, todos entendemos que no se puede privatizar. Lo que en realidad sucede es que el salvadoreño promedio maneja un discurso incoherente y mientras dice una cosa, hace exactamente lo opuesto.
He sabido hace unos años de la tragedia de los comunes, de esa especie de maldición que cae sobre los bienes y los servicios públicos por el mismo hecho de ser públicos; una teoría que sugiere que la gente no sabe valorar lo “público” precisamente porque no es suyo (o cree que no es suyo lo que es de todos), que sugiere que el mismo hecho de poder consumir lo público sin rivalidad y sin exclusión es un incentivo para el abuso. Esta teoría cuyo fundamento filosófico se halla en la creencia devota del “individualismo” humano y en ignorar absolutamente la existencia de la conciencia social y de la ética, le queda a mi pueblo como la chaqueta naranja a Michael Jackson, es decir, perfecta.
Yo he visto los baños de la Universidad de El Salvador y he visto los baños de las Universidades privadas, he visto los asientos de los buses y microbuses urbanos y los asientos de los buses y microbuses privados, he visto las camas en los hospitales privados, camas que muchas veces faltan en los hospitales públicos; he visto el techo de las escuelas públicas -cuando hay-, y he visto el cielo falso de los colegios privados, y me toca reconocer con todo el dolor del alma que los economistas tienen razón cuando anuncian la tragedia de los comunes como San Juan a su apocalipsis, o más bien que les estamos dando la razón cuando nuestra falta de conciencia social nos impele a confundir individualismo con egoísmo.
Luego escucho a mis amigos decirme lo hermosos y seguros que son los espacios públicos de recreación en México, lo eficiente que es el transporte público en Chile –un país que se caracterizó siempre por seguir al pie de la letra el recetario del neoliberalismo-, lo bien que hablan de su salud pública los españoles, cuán asombroso es el sistema de educación pública finlandés, y llego a la conclusión de que no existe tal “tragedia de los comunes” cuando la gente todavía cree en los valores de la comunidad; cuando el ciudadano no se ha dejado lavar el cerebro con la píldora “antisocialista” y entiende que es preciso al menos un “esbozo social” en la búsqueda de un Estado de Bienestar, y respeta a su prójimo y tiene un sentimiento nacionalista puro. Ojalá mi pueblo amara sus servicios públicos tanto como dice defenderlos. Ojalá pudiésemos dejar descansar la pathfinder para dar un paseo en el flamante SITRAMSS; ojalá los hijos del ministro de educación fueran a una escuela pública y conocieran de cerca al niño que salió de su casa sin desayunar, el que fue bueno hasta que lo reclutaron las maras; ojalá el Presidente fuera al seguro social y no tuviera que salir a gatas para Miami o Cuba cada vez que se enferma. Ojalá todos mis amigos revolucionarios de la Universidad Nacional entendieran que sus protestas frente a la Asamblea legislativa favorecen un sistema de privilegios de todos los parásitos que viven de la ineficiencia de los servicios públicos, que mientras ellos recogen las piedras para hacer justicia a la fuerza, algún personaje de la izquierda paga miles de dólares en la educación, salud y transporte de todos sus deudos gracias a la rentabilidad de los negocios públicos secuestrados. Ojalá entendiéramos todos que el mejor acicate contra la burocracia estatal es la amenaza de que un día prescindiremos de ella; que cuando el gobierno nos da la espalda hay que recordarle que lo podemos hacer más pequeño; que ese gigante de cebo torpe e ineficiente de la administración pública puede dejar un día de alimentar a todos sus parásitos cuando el pueblo se levante y proteste por el uso abusivo de los recursos públicos.