A simple vista, en nada, pero examine con detenimiento: las tilapias se cultivan para consumo de terceros. Se las alimenta hasta que alcanzan la ciudadanía. Llegado el día, las pesca una maquila o una empresa de seguridad, un call center, una app de conductores o de entregas a domicilio; luego interviene el Ministerio de Hacienda que se encarga de ralearlas, y lo que queda sirve de concentrado para sobrevivir lo que resta del mes. La ventaja de cultivar tilapias es que se las puede criar a pura sopa instantánea con refresco y se las puede comprar a precio de salario mínimo; se reproducen rápidamente, y son completamente inofensivas por lo que pueden ser pescadas en grandes cantidades y sin riesgo de que se organicen en cardúmenes, al fin y al cabo la tilapia ni sabe que ha nacido para alimentar a otros, ni le importa. Para eso tienen apps de streamming, redes sociales y videojuegos, para no tener que lidiar con preguntas existenciales que las harían evolucionar en seres vivos conscientes. La tilapia está programada genéticamente para respirar y comerse su concentrado. Nace tilapia y muere tilapia. No muta ni reacciona ante su fatal destino. Existe porque sí, aprisionada en un estanque del que no puede salir (porque para eso están las patrullas fronterizas vigilando los puntos ciegos).
La idea es inducir a que la tilapia desarrolle aversión por los asuntos políticos, que piense que el objetivo último de la educación es ser más productivo y atractivo para el mercado y que organizarse para ser libres y redimirse de la ignorancia no es tan cool como colapsar un centro comercial para adquirir boletos para el concierto del reguetonero; la idea es atrofiarles el entendimiento, habida cuenta de lo inconvenientes que son las tilapias conscientes que saben romper las redes. La tilapia presiente que algo está mal allí donde la calidad de la educación es directamente proporcional al estatus socioeconómico, donde las oportunidades de trabajo están determinadas por la corrupción y las cadenas de influencia, donde los ingresos de la gran mayoría de los jóvenes distan mucho de permitir vivir una vida digna, donde la juventud es la que pone las cifras rojas de los homicidios y los aportes para las pensiones que no van a recibir, la tilapia presiente que algo está mal allí donde el imbécil tiene un curul en la Asamblea y el doctor en filosofía despacha la gasolina en la estación de servicio, pero no hace ni hará nada por remediar la situación porque es una tilapia y de las tilapias no se espera heroísmo o rebeldía; a lo sumo, en su desesperación termine despedazándose con el vecino, pero sus condiciones están configuradas de tal suerte que jamás aprenda a canalizar su descontento contra los que han determinado su tediosa existencia.
Si usted ha leído la novela distópica “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley o ha visto la cinta “The Matrix” sabe que estoy satirizando la realidad de una juventud proletaria sedada por la droga de la recompensa instantánea, que vive en el metaverso de las apariencias, y que carece de auto conciencia. En 1984, Winston Smith creía que los proles se organizarían contra el totalitarismo del Gran Hermano, pero Orwell ignoraba que el narcótico de la felicidad de Huxley sería tan potente que anularía cualquier conato de revolución social. ¿Dónde está esa juventud consciente con valores políticos que lucha contra la dictadura que se cierne sobre nuestras cabezas? Jugando al Free Fire y alborotando hormonas en Tik Tok, mientras sus padres se sientan a la mesa, factura en mano, a procesar el duro golpe de la inflación.
Nos fuimos acostumbrando tanto a la apatía política de la juventud, que muy pocos se han percatado de que el espíritu cívico de la juventud murió en la primera década de este siglo por una sobredosis de soma, la droga antidepresiva con la que se toca el cielo mientras se arde en el infierno.