Hace ya varios días que deseo escribir sobre un tema que a mi juicio es fundamental para comprender mejor la dinámica de la vida en una sociedad como la nuestra. Hoy he pensado dedicar esta madrugada a ello con el propósito de probar con cuánta asiduidad deseo contribuir en la comprensión de este fenómeno social que nos motiva a observar muchos comportamientos errados de un modo inconsciente.
El título, inspirado en el famoso ensayo de Alberto Masferrer, tiene dos propósitos. El primero es captar su atención; el solo hecho de hablar del dinero resulta un tanto interesante, y maldecirlo ya no solo es interesante sino incluso mórbido. El segundo propósito es hacer énfasis en lo execrable de poner todos nuestros afanes en el dinero. Digo abominable procurando no abanderar ningún sesgo religioso, político o moralista, sino más bien intentando abordar el tema desde una perspectiva más pragmática, menos etérea y falsa que las razones que usualmente se aducen para sustraer a la gente de la ambición desmedida por la riqueza.
Quiero comenzar exponiendo una idea que marcará el rumbo de mi disertación: en nuestro país el dinero no es tan deseable por lo que es capaz de hacer como por lo que es capaz de reconfortar, es decir que el dinero reporta un bienestar espiritual más que un bienestar material. Explicaré esto con un ejemplo sencillo. ¿Por qué existen marcas cuya deseabilidad radica en el estatus que reportan? ¿Por qué compramos Starbucks, calzamos Nike, vestimos Polo y vamos a los grandes centros comerciales y los mejores lugares de recreo a la caza de las más esplendentes fotografías? ¿Es realmente por placer? ¿O es que lo que consumimos representa una autoproyección de nuestra personalidad? Para ser más claro: ¿puede un andrajoso entrar cómodamente a un restaurante y pedir un vaso con agua del mismo modo que lo haría un hombre de clase media? ¿No parece, entonces, que el trato que uno recibe muchas veces depende de la apariencia que uno demuestra?
A ver, en este punto me detengo a mí mismo y lo detengo a usted si se ha formulado la siguiente objeción: “no todos tratamos a los demás por cómo los vemos”, pues esta es un verdad parcial. Puede ser que conscientemente usted no sea de los que discriminan a la sociedad estratificándola, pero es muy seguro que su círculo de amigos no sean los mendigos de la Basílica de Guadalupe, y créame que ellos lo saben; y nosotros también. Seguramente hay mucha gente empeñada en demostrar que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, pero nunca he visto ni creo llegar a ver a una modelo de la mano de un albañil o un trabajador del campo, por muy dignos que sean estos hombres cuya labor engrandece nuestros pueblos.
¿Por qué es así? Porque aunque nos esforzamos por pretender que somos iguales, no hemos logrado como sociedad más que una hipócrita noción de igualdad que carece de sustentabilidad práctica. ¿Por qué, si somos iguales, nos sentamos en lugares distintos? ¿Por qué, si somos iguales, unos recibimos mejor educación que otros, tenemos mejores servicios de salud que otros, tenemos mejores lugares de esparcimiento que otros, tenemos mejores navidades que otros? ¿Por qué, si somos iguales, unos amanecemos en nuestra propia cama y otros debajo de los pasos a desnivel sin más amparo y abrigo que las estrellas? Es sencillo. Evidentemente no somos iguales. Y para cambiar la realidad hay que partir de ella y no de vanas pretensiones de una igualdad inexistente.
Regresando a la cuestión inicial, y habiendo demostrado que el origen de la desigualdad es algo puramente económico, hay que hacerse la pregunta filosófica del mendigo: “Y si yo tuviera dinero ¿podría sentarme a la mesa con ustedes y compartir su alegría?”
¿Vislumbra ahora porque el dinero es más importante por su capacidad de reconfortar que por lo que es capaz de adquirir? Probablemente un jornalero después de saciar su apetito, no esté interesado en comer con usted en el restaurante, probablemente lo único que desea es tener la seguridad de que puede ir a los lugares a los que usted va y sentarse en los lugares que usted se sienta, y conversar con las gentes con quienes usted conversa. Probablemente, un hombre o mujer muy pobres, acostumbrados a vivir con muy poco, solo necesitan su dinero para sentirse iguales, es decir, para satisfacer la necesidad de afirmar su dignidad y aspirar a ser queridos y aceptados socialmente. ¿Acaso usted cree que el pobre siente vergüenza por el hecho de ser pobre? No. En absoluto. El concepto de la pobreza no existe en un mundo unipersonal porque es un término que surge de la comparación con los niveles de bienestar de otros; eso quiere decir que la pobreza solo se sufre siendo miembro de una sociedad, y se agudiza cuando esta sociedad asocia el valor de las personas con el valor de lo que las personas poseen.
En lo personal yo no entendía por qué la gente que no tiene para comer gasta más en el vestir o en el saldo para su celular, hoy sé que es un mecanismo de autodefensa; hoy sé que a esta gente no le importa comer tanto como le importa que la respeten y valoren como persona, y si para eso tiene que fingir vivir una realidad distinta a la que vive, está dispuesto a padecer hambre. Al final, nadie te va a juzgar sobre lo que no ve. El escudero que adoptó al lazarillo de Tormes salía de su casa fregándose los dientes con un palillo cual si acabara de propinarse una gran comida. La realidad es que no había almorzado, pero necesitaba aparentar que sí para sentirse bien del umbral de su casa en adelante.
Y es que hay que distinguir entre lo que se dice y lo que se hace. Siempre será más convincente lo que uno vea que lo que uno escuche. Si en una reunión social la gente se me acerca con una sonrisa expresándome su gran estima por mí e inmediatamente se retira para ir a departir con otros dejándome en un completo abandono, yo habré escuchado una cosa y visto otra, y preferiré creer en lo que percibí por los ojos que en lo que hayan atestiguado mis oídos. Así pues, por mucho que nos empeñemos en pregonar la equidad siempre haremos el parangón con lo que se ve en la práctica y nos atendremos más a lo que podemos observar que al discurso harto trillado de los líderes religiosos y políticos rentándonos eternamente el paraíso terrenal.
¿Cuál es el problema, entonces, de este funcionamiento torcido de nuestras relaciones sociales? El problema es que al asimilar el valor personal al valor material de lo que uno posee, uno se autoimpone crecer materialmente dejando de lado aquéllas cosas que en verdad nos engrandecen personalmente. Es decir que, si mi valor personal pende del vehículo en que me transporto o la casa en que vivo y no tanto de la educación que recibo o el ejercicio constante de la virtud, dedicaré todos mis esfuerzos a adquirir una buena casa o un buen vehículo aún a costa de sacrificar mi propia educación y formación en principios. Esa es la razón por la que la educación, el deporte y la cultura en mi doloroso país están tan minusvalorados; esa es la razón por la que los jóvenes, hartos de no ser recompensados socialmente por esforzarse en crecer personalmente se van de inmigrantes a sentirse seres humanos en un país ajeno al suyo, a obtener aquello que esta sociedad les dijo que les hacía falta para autorrealizarse: el dinero.
Yo siempre he creído que nunca dejamos de ser niños, que en realidad solo nos damos ínfulas de ser adultos pero que siempre andamos detrás de las cosas que creemos que nos hacen felices y que siempre estamos imitando a los “más grandes”, aunque en realidad no sean tan grandes. Nos parece, por ejemplo, que tomar una cerveza es afirmar nuestra hombría, que salir a pasear los viernes es afirmar nuestra libertad, que permanecer en casa durante los días festivos es señal de insolvencia económica, que andar a pie no es deseable, en fin nos parece que debemos de imitar a la sociedad aun abrazando sus paradigmas equivocados. Nos parece que tener dinero es alcanzar todos nuestros propósitos, que lo demás viene por añadidura, y con ese comportamiento estúpido renunciamos a cultivar el afecto en nuestros seres queridos, empeñados en la tarea vana de volvernos esclavos de lo que poseemos; y después, como un efecto dominó, viene la desintegración de los hogares producto de apuntar cada uno hacia intereses distintos y consecuentemente la fragmentación de los intereses de la sociedad y la obediencia a las reglas de un mundo egoísta que afligido por el principio económico de la escasez pugna por acapararse el mundo material. He ahí el dinero maldito.