Bernardo Arévalo, ¿cuántos sociólogos gobiernan Latinoamérica?

Este artículo es una bengala de largo alcance. 

Hay una gran diferencia entre autodenominarse en Twitter “Philosopher King” -mientras se escupe sobre toda noción antropológica existente y se contagia a las masas latinoamericanas con “piromanía social”- y ser un verdadero “Rey Filósofo”, que pone el diálogo como el centro de su estrategia e intenta conciliar la ética con la política. Es, más o menos, la misma distancia que hay entre Cómodo y Marco Aurelio o entre Nerón y Séneca, uno “incendia” Roma y el otro la quiere librar de las llamas; el rey filósofo descansa su poder en las palabras y el impostor en las armas.

El rey filósofo y el demagogo tienen estilos antagónicos de gobernar porque aquél que se decanta por la violencia da por sentada la impotencia del entendimiento entre humanos: un gobernante adicto a abusar de las potestades represivas excepcionales para conservar el poder confiesa veladamente no solo su desprecio por el diálogo sino, sobre todo, la carencia de humanismo y empatía. Por eso, más allá de la incompatibilidad en el estilo de gobernar, debe advertirse la amenaza que representa para un Séneca recién llegado al poder que Nerón, un sociópata con la amígdala diminuta y un inmenso poder sugestivo, dispuesto a talar a todo roble que le haga sombra y con ambiciones pseudo integracionistas, tenga su residencia presidencial a 200 kilómetros de distancia. Celebrar el triunfo con una llamada telefónica discreta en lugar de una efusiva congratulación pública en redes sociales, son síntomas de las reticencias que se develarán más adelante.

Decía Maquiavelo que “las cosas que nacen y crecen rápidamente [como el movimiento “Semilla”] carecen de las raíces necesarias que resistan al primer viento contrario”; y también que “el príncipe que adquiera un estado nuevo mediante la ayuda de sus ciudadanos debe examinar el motivo que impulsó a estos a favorecerlo porque si no se trata de afecto natural sino de descontento anterior del Estado, difícilmente podrá conservar su amistad”. Adaptando, pues, las ideas de Maquiavelo al contexto sociopolítico centroamericano actual, debemos advertir, primero, que en la era de la infocracia los afectos de las masas son mucho más volubles y están definidos, hoy por hoy, por el control de los algoritmos de las redes sociales, y, segundo, que los vientos contrarios se manifestarán no solo con resistencias por parte de la oligarquía y estructuras criminales locales, sino también con instigaciones a la rebelión azuzadas desde afuera que alcanzarán su cenit con la frustración de las exigencias populares cuando descubran que no existen políticas criminales mágicas que conjuren inmediatamente la corrupción social. Un verdadero estadista sabe que hacer las cosas bien cuesta tiempo y que la reparación del tejido social es un proceso y no un montaje escénico.

Si no hay muchos sociólogos gobernando Latinoamérica es porque el abordaje filosófico y científico de los problemas estructurales de nuestras sociedades es un camino arduo y hostil que desmotiva a cualquier pueblo adicto al soma, a los sedantes y a los caudillos hacedores de milagros. El populismo y las promesas grandilocuentes son muy cotizados entre los pueblos desesperanzados que, en su afán de sacudirse a sus viejas oligarquías -arropadas bajo el disfraz de democracias occidentales-, optan por soluciones desesperadas y radicales. Pesa sobre nuestros gobernantes la premonición de Fernando Savater: “jugamos a creernos que los políticos tienen poderes sobrehumanos y luego no les perdonamos la decepción inevitable que nos causan [cuando conservan la decencia de no alterar la percepción de la realidad con aparatos sofisticados de propaganda]”.

Intentar conciliar la ética y la política en países en los que la corrupción ha llegado a confundirse con el genoma de sus ciudadanos es una aspiración casi romántica que tiene altísimos costos políticos y personales, especialmente en esta modernidad que tan certeramente ha bautizado el sociólogo Zygmunt Bauman como “líquida”: con valores indefinidos, que se decanta por liderazgos narcisistas, autoritarios y con personalidades histriónicas y que desprecia a los líderes modestos, creyentes fieles del diálogo y de la no anulación del adversario. Por eso, si Guatemala llegara a erradicar verdaderamente la corrupción sin incurrir en costos tales como destruir la institucionalidad e instaurar una dictadura, pondría al descubierto las falacias y fisuras del proyecto vecino lo cual implicaría una desafección paulatina de los ciudadanos centroamericanos a esta fiebre pandémica del manodurismo. El triunfo del proyecto guatemalteco sería, por contraste, el fracaso del emperador Cómodo y el inminente cierre del circo romano.  En vista de que la estabilidad de un gobierno depende en buena medida de la capacidad de anticiparse a las potenciales amenazas y de que nuestro César Borgia es muy hábil a este respecto, sirva esta bengala para anunciar la tensión futura inminente.