Mi posición sobre la pena de muerte

Escucho con verdadera angustia a muchas personas clamando por la instauración de la pena de muerte en el país. Lo escucho en las conversaciones, en la radio, en los programas de opinión, en las aulas, en los parques, en los autobuses, en las iglesias mismas. No sé si sea la desesperación o si es una respuesta inconsciente; de esas soluciones que damos a la ligera a algo que no ha de ocuparnos más de diez minutos, lo suficiente para tomarnos un café o esperar que comience el partido de futbol, lo suficiente para despertar a los que se dormían en la clase de historia, lo suficiente para saldar la cuota de pensamiento crítico del día, lo suficiente para mostrarle desprecio a los más abyectos miembros de la sociedad, lo suficiente para no escupir, pero no lo necesario para ser responsables de nuestras palabras.

Sé que cambiar la opinión de las personas sobre temas donde la pasión hace gala de sus más coloridos atuendos no es una tarea sencilla, que muchos pensarán que ando muy errado con mis apreciaciones, y que no hay en mis palabras un ápice de verdad. Pero deseo que así como reconozco que no soy poseedor de la verdad, reconozca quien disiente conmigo que se encuentra en la misma situación que yo, y que solo un ejercicio profundo y crítico hará saltar la verdad allí donde se encuentre sepultada. Sepa que conformarse con lo que viene de su interior es como cerrar los ojos frente al espejo, es como negarse a buscar la verdad fuera de sí mismo. Y es por tal razón que lo invito a escuchar mi humilde postura después de la cual es tan libre de formar su propia percepción como lo fuera antes de escucharla.

En primer lugar, la gente de bien, como solemos llamarla, se identifica con el papel de víctima ante el problema de la violencia y la inseguridad; atribuye el papel de victimarios a los delincuentes y criminales y deja el rol de verdugo al Estado ¿Qué tal si las cosas son al revés?¿Qué tal si quienes nos autodenominamos “gente de bien” somos responsables de la convulsión social que vivimos y aquellos a quienes llamamos “delincuentes”, “criminales”, son las verdaderas víctimas de nuestro comportamiento irresponsable? ¿Quién es responsable de los malos hábitos de los hijos sino sus padres? ¿quién es responsable de las faltas de sus alumnos sino sus maestros?¿quién es responsable de la falta de moral y de conciencia humana sino la iglesia y la sociedad misma? Es fácil exonerarse de responsabilidad, y lavarse las manos como Pilatos, arguyendo que hay hombres y mujeres sin remedio. Sí, pero ¿quién ocasionó la enfermedad? Es fácil desechar al villano como se desecha la fruta podrida, pero hemos olvidado que los hombres no se pudren mientras viven, y que si en algo se distinguen de los frutos es en su capacidad de razonar y sentir.

No se ha de juzgar al rabioso por morder cuando nosotros mismos lo hemos expuesto a los perros. Castigar con la muerte a quienes delinquen es como cortarse las manos para evitar la concupiscencia. De sobra sabemos que las manos obedecen al pensamiento, y que no es sino castigando al pensamiento que nos resguardamos de las conductas antisociales e inmorales. Asimismo, un gobierno corrupto y unos ciudadanos despreocupados por el destino de los demás ni tienen la solvencia de disponer de la vida de quienes no han sabido proteger, ni tienen verdaderas razones para esperar que la propia corrupción y desdén hacia los demás no vuelvan a engendrar más delincuencia y muerte.

Condenar a la muerte a un ciudadano es como desterrar de la casa a un hijo a quien abandonamos deliberadamente para dedicarnos a nuestras propias vidas ¿Acaso no son la miseria y el hambre capaces de corromper la buena voluntad del hombre? ¿Acaso la exclusión social no es suficiente motivo para resentirse con la sociedad?

Sé que hay una inconmensurable cantidad de razones jurídicas para desarmar los argumentos que se esbozan en torno a la pena de muerte, pero, puesto que el derecho no son más que palabras en el viento cuando no existe voluntad de acatarlo, que se ha de encontrar siempre al arbitrio de la civilización y creencias del hombre, no quiero atacar el problema con algo tan endeble que no pueda sostenerse a sí mismo. La base de nuestras decisiones es ante todo moral, y si de algo sirve la religión para alimentar la moral, es este un buen momento para pedirle auxilio, aprovechando la ocasión de contar con una rotunda mayoría cristiana en El Salvador.

Así pues, además de aquél conocido mandamiento “no matarás”, que a mi juicio no deja de tener vigencia mientras se encuentre en las sagradas escrituras; de aquél pasaje donde el Mesías nos invita a ofrecer la otra mejilla; y de mencionar en algún momento del padrenuestro “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”; hay una razón que no solo comparte la religión sino el pensamiento filosófico mismo, capaz de desvirtuar toda tentativa de instaurar la pena capital, esta razón es el libre albedrío o libre arbitrio.

La decisión de despojar de la vida a una persona, cobra sentido en el momento en que esta persona se vuelve una amenaza para la sociedad y en que tal amenaza se vuelve algo ineluctable. Pero, ¿cuándo podemos afirmar que una persona es un riesgo para la seguridad, estabilidad y la vida de las demás de forma inevitable, si los seres humanos no somos como los huracanes, como los ríos o como el viento, que generan destrucción como consecuencias de causas naturales, predecibles e irrefrenables?¿Dónde está la libre determinación, el poderío de la voluntad sobre las decisiones humanas si una persona que delinque no puede cambiar su comportamiento?

¿Cómo podemos creer que un perro se puede domesticar mediante el constante empeño en ello y resistirnos a pensar que un ser humano, capaz de discernir y de sentir, capaz de decidir sobre sus propios actos, no puede sobreponerse a sus antiguas costumbres hábitos o pensamientos?¿No es eso acaso negarle al hombre su capacidad inherente de cambio, su necesidad de libertad, su libre albedrío, y con ello negar ante Dios un atributo que le fue concedido por Él?¿Acaso tendría sentido el perdón divino si el ser humano no fuese capaz de resistirse al pecado? La pena de muerte es una afrenta a la sociedad, es decirle a la iglesia cuán impotente es ante los dilemas morales y los conflictos sociales. Es decirle al maestro que se esfuerza en vano y que las cárceles y su pestilencia son preferibles a las risas de los niños en los recreos; que el patíbulo y la guillotina, hermanas mayores de la inyección letal, fueron prácticas loables a los ojos de la civilización. Es decirle a los padres que si tienen fortuna no han de amamantar a una bomba de tiempo preñada de sevicia, contra la cual, podrán hacer muy poco o nada.

Suelo escuchar que un país tan civilizado y con una democracia tan bien consolidada como los Estados Unidos recoge la pena de muerte en su ordenamiento jurídico, y no puedo menos que pensar que somos autómatas, que así como nos dejamos influir por el consumismo nos dejamos seducir por todo cuanto los estadounidenses piensan o hacen. Olvidamos que imitar un modelo no nos obliga a reproducir sus errores.

Cuando oigo en todos los lugares a donde voy, decir a las gentes con los ánimos caldeados que esos “malditos merecen la muerte”, no dejo de pensar en la casualidad de que el criminal que se dispone a cometer un homicidio salga de su casa con la mirada torva y furibunda, diciendo entre dientes “esos malditos merecen la muerte”. Luego no distingo la diferencia entre las declaraciones de uno y otro y aún sigo esperando que tal diferencia exista, y que no sea el solo hecho de la consumación material del acto homicida, pues al final, tanto el uno como el otro han pensado en la muerte.