Disculpe, señorita. No espero a nadie más. Estoy listo para ordenar. Quiero un café americano. Sí, mediano. Eso es todo. Sin postre. Muy amable. Si me permite, voy a ocupar esa esquina que da hacia la ventana. Creo que en ese rincón la luz le acaricia a uno suavemente la cara y se puede leer más cómodamente. Por favor no me juzgue, no pretendo hacerme el excéntrico, preferiría estar conversando con alguien más, pero por más que lo he intentado, el mundo anda muy ocupado últimamente rindiéndose culto en el espejo, así que me traje un libro cualquiera, más para disimular mi soledad que por saber de qué va. No tengo prisa, puede traerme el café cuando guste; estoy intentando retrasar la hora del encierro en mi aposento, así que, si se demora, me hace un favor. Le diría que se siente y me cuente cómo ha estado, pero sé que esta temeridad no figura en su contrato. Es febrero y temo que algún desocupado piense que me han dejado plantado, así que leer es mi tabla de salvación. Perdone si la retraso. Es que, si usted no me escucha, acabaré discutiendo con el salero y me temo que eso solo se mira en el teatro. Verá, esto de ofrecerse para ir por un café es casi como vender la enciclopedia casa por casa; la gente lo deja a uno con la frase a medias y un sonoro portazo. Los más educados dicen que sí, sin precisar fecha. Usted y yo sabemos que esta es la forma más elegante de decir que no. ¿y sabe por qué es esto? Porque en una sociedad donde todo el mundo busca al otro para satisfacerse a sí mismo, la gente se harta de los ofrecimientos en que el otro parece tener más interés. Claro. Si a usted un cliente la llama, no pensará que es para regalarle una pulsera que combine con el collar que lleva puesto; usted sabe que el cliente la llama para decirle que el té que le ha servido está más frío que el corazón de los accionistas del banco. Si yo le escribiera a la chica que me gusta diciéndole que la quiero conocer, lo más seguro es que se acuerde de lo que le pasó con el último que le dijo lo mismo, seguro pensará que ahí viene otro gorrón. Y entonces, señorita…entonces -disculpe ¿cuál me dijo que era su nombre? – Rocío… Y entonces, Rocío, ya no se puede llegar ingenuamente a conversar con alguien, porque tocar la puerta es aparecer ante los ojos del otro como el vendedor de enciclopedias, dispuesto a decir lo que sea porque usted le compre un producto que a usted no le interesa. Imagine, Rocío, imagínese un mundo donde uno buscara al prójimo para servirlo y no para servirse de él. Imagine que cada vez que alguien le habla, es para satisfacer los más profundos anhelos de su corazón. Créame que usted recibiría con gusto a cualquiera, aún si fuera un desconocido. Usted sabría que ese desconocido podría ayudarla a ser admitida en la universidad, o podría operar a su madre que padece de insuficiencia renal. Pero no es así, señorita. Si usted es hermosa, lo más seguro es que si no la llaman para quejarse del café, la llamarán para probar suerte con algún coqueteo o alguna excusa infantil para llevarla a la cama al cabo de una semana. De modo que, si le cuento todo este rollo que venía pensando durante el camino hasta acá, no lo hago para llamar su atención. Si quiere puede irse, yo me quedo aquí balbuceando solo mientras me escondo detrás de estas páginas. Pero sabe, antes de que se vaya: sabe cuál es el problema de sentir que toda conversación es una negociación en la que eventualmente podemos ser estafados… el problema es que nadie está dispuesto realmente a hablar. Las conversaciones son, en realidad, un entramado complejo de cumplidos donde no se intercambia nada. Mire a aquellos dos que están sentados cerca de la puerta. A pesar de que se supone que están en una cita, llevan media hora dirigiéndose cumplidos sin decirse realmente nada. La joven ya va por la cuarta declaración de amor y ni siquiera se ha enterado de que el muchacho está enteramente concentrado en la señora que ocupa la mesa opuesta. Si ella fuera capaz de leer su alma a través de la displicencia que se esconde en lo que él le dice, quizá ya se habría enterado de que está frente a un urgido que cree que las conversaciones son el tedioso requisito que hay que cumplir para tener sexo. Mire, Rocío, yo creo que si uno se acostumbra a ver al otro como un instrumento, todo el mundo terminará encerrándose como una tortuga en su caparazón, y las conversaciones reales serán solo un mito de antaño… y el amor será algo imposible de conseguir, porque cómo se puede amar a otro sin abrirse, sin entregar uno lo mejor de sí que es su intimidad. Un filósofo decía que prefería la soledad a estar con alguien que no era capaz de ofrecerle verdadera compañía, así que, en mi defensa, puedo decir que si estoy solo en este rincón luminoso es porque quiero y a la vez porque no quiero. Hoy sí, creo que me he excedido con usted. La he tenido escuchando de pie toda esta verborrea, mientras la gente sigue clamando atención. Sabe, Rocío, si no le importa en absoluto lo que digo, no la juzgo. Hoy solo se puede pensar en dos cosas: el pobre en sobrevivir y el rico en ser exitoso, cosas que, simplificadas, se resumen en dinero. El amor… el amor por nuestros semejantes, el genuino interés por los demás… eso ya puede dormir en los estantes de las bibliotecas. De verdad, perdone haber abusado de su tiempo. Aquí estaré esperando el café. No tengo prisa. Ojalá encontrara una buena excusa para no llegar a mi casa hasta no tener una buena conversación.