Cuando un necio asume el poder, se deshace, instintivamente, de los que son más lúcidos que él, pues no hay peor amenaza para un poder adquirido durante una ceguera saramaguiana que aquellos que conservan nítida la vista. Por eso, el mejor indicador para saber si hay un necio en el gobierno es observar cómo se comporta con la academia (haga sus estimaciones). La historia da fe de que los tiranos han recurrido siempre, según les ha convenido, a tres soluciones para silenciar a la oposición: la muerte, la cárcel o el destierro, y que, en los países en donde aún quedan atisbos de democracia y donde los costos de matar o encarcelar a los incómodos son muy altos, los déspotas recurren al destierro.
Sin embargo, en el siglo XXI los castigos políticos ya no son como otrora: ya no estamos frente a un Sócrates que tenga que elegir entre la cicuta y el exilio; Platón ya no huye a Megara; Claudio ya no destierra a Séneca a la Isla de Córcega, Moro ya no es ejecutado por orden Enrique VIII. En el Siglo XXI, en el que la existencia virtual ha cobrado mayor relevancia que la existencia física y donde el mayor ejercicio de la libertad de expresión –que es el terror de los déspotas de todos los tiempos-, fluye a través del internet y las redes sociales, la cárcel, la muerte y el destierro, son sustituidos por atentados contra la existencia virtual y la integridad moral de los libreprensadores.
Cuando los miembros del gabinete o sus protegidos difaman a una mujer opositora en las redes sociales no hacen otra cosa que lapidar su integridad en una plaza pública. Cuando los terroristas cibernéticos afines al gobierno se organizan para denunciar y cerrar la cuenta de Twitter de un ciudadano, no hacen sino ahorcar o cercenar su existencia virtual. Cuando el presidente y todo su gabinete se organizan para bloquear a la oposición de sus cuentas oficiales no hacen sino desterrar del debate público a los ciudadanos que representan una amenaza para sus intereses y los reducen a la condición de parias. Es que ya no hace falta torturar el cuerpo de un ciudadano para silenciarlo, al fin y al cabo, el hombre es peligroso más por sus ideas que por su fuerza. De allí que ya no haga falta atentar contra el cuerpo cuando existen mecanismos más efectivos para acallar el pensamiento de la gente que acostumbra decir verdades incómodas para el poder de turno. Debemos asentar como verdad incontestable que las redes sociales se han vuelto tan importantes para la existencia social como la existencia física misma, y que, sobre la base de ello, se vuelve necesaria su regulación.
El problema fundamental de las redes sociales es que, como todo negocio, su propósito fundamental es generar rentabilidad y, por tanto, su filosofía no es la “primacía del interés público sobre el interés privado”, sino precisamente al revés: “la primacía del interés privado sobre el interés público”. Por ello, no obstante que no es un pecado que las redes sociales sean administradas por privados, sí es un pecado capital que no exista ningún control soberano sobre las mismas, habida cuenta de que en dichas plataformas están en juego derechos fundamentales de los ciudadanos y que las transgresiones, abusos y acciones delictivas que se perpetran diariamente en las mismas son inconmensurables. De este modo, mientras el Estado y la sociedad, que idealmente son los mejores defensores de los derechos fundamentales de sus ciudadanos, no puedan ejercer de forma conjunta ningún tipo de contraloría sobre éstas, las redes sociales serán el terreno propicio para la impunidad, tal como hemos podido comprobarlo reiteradamente en los últimos años.
Pero más allá de las actividades ilícitas que los particulares han podido realizar en el terreno impune de las redes sociales, está el uso abusivo que los gobiernos de turno hacen de las mismas al margen de las potestades soberanas que el pueblo les ha conferido, y que ha permitido el surgimiento de un nuevo despotismo en el mundo que ha puesto contra las cuerdas a las democracias mejor consolidadas, gracias, precisamente a la falta de normas legislativas que regulen el ejercicio que, incluso los mismos gobiernos deben ejercer en las redes sociales y el internet.
Tropicalizando la problemática al caso de El Salvador: ¿Puede el presidente bloquear a los ciudadanos de su cuenta oficial de Twitter o Facebook? ¿Pueden los ministros hacer otro tanto con las cuentas oficiales de los órganos que administran o las suyas propias? La realidad es que no pueden, y si lo hacen es en parte por ignorancia y en parte por desfachatez. ¿Puede el asesor de seguridad del gobierno infiltrarse en los grupos de Whatsapp de la oposición y exhibir públicamente su contenido? ¿Es lícito que un gobierno use los fondos públicos para montar un aparato de desinformación que anule el ejercicio de la libertad de expresión y la libertad de prensa? ¿Es lícito que un gobierno se vincule con agentes privados cuya función en las redes sociales es precisamente atacar la existencia virtual y la integridad moral de los ciudadanos que representan una amenaza para los poderes fácticos?
Está claro que el daño que tanto los particulares como los gobiernos están ocasionando en la sociedad y en la institucionalidad democrática debido a la falta de regulación jurídica de las redes sociales es de proporciones dantescas, pero lo más grave es que la normalización de este fenómeno tiene a la población completamente indolente frente a la debacle. Ya es bastante tarde para hacer algo al respecto.