Los populistas y su adicción al crédito

De repente, el vecino hizo decoraciones en la fachada de su casa; construyó una alberca en el patio trasero, hizo una terraza en la segunda planta, y hasta se compró un nuevo vehículo. Por si eso fuera poco, en navidad les regaló canastas a todos sus amigos. El vecindario estaba admirado de la prosperidad de su vecino que parecía estar haciendo milagros con sus ingresos. Recibía muchos elogios por su inteligencia financiera y su capacidad para administrar sus recursos. De pronto, un día llegó un ejecutor de embargo con una orden judicial y fue obligado a desalojar la vivienda; y en esa misma semana sus hijos fueron expulsados de la escuela. Resulta que el vecino había hipotecado la casa y había dispuesto del dinero que su anciana madre había ahorrado para la educación de sus nietos, y había despilfarrado todo este dinero para propinarse un estilo de vida que no le correspondía.

Esto es exactamente lo que sucede con los gobernantes populistas. Incluso mis amigos más instruidos caen ingenuamente en el ardid y se sorprenden cuando la agencia de marketing gubernamental muestra los gráficos HD de las nuevas atracciones que el presidente piensa realizar en zonas turísticas, de la misma forma que se sorprenden cuando el alcalde, sintiendo la proximidad de las elecciones, empieza remodelar el parque central de la comuna y manda poner luces led, vegetación exótica y fuentes soberbias. El populista, que no es más que un individuo irresponsable que ha sido colocado en un puesto de poder, siempre está más preocupado por la visibilidad y el impacto mediático de las acciones que ejecuta que por la prioridad de las inversiones o por los beneficios reales de los gastos que realiza; siempre está tratando de sorprender la buena fe del elector, del mismo modo que el vecino de la historia se esmera en sorprender la buena fe de la comunidad aparentando realidades inexistentes.

Al populista le encanta gastar en obras turísticas porque sabe que los pueblos oprimidos encuentran una reivindicación de la identidad y orgullo nacional en la belleza de sus paisajes, aunque la infraestructura de los corredores comerciales, las zonas industriales y predios aduanales se encuentre en completo abandono. De pronto, alguien sensato se pregunta por qué el gobierno no les presta atención a los congestionamientos de vehículos pesados en las zonas fronterizas o al mejoramiento de la infraestructura vial en las zonas francas, y se da cuenta de que el impacto mediático que tienen otras obras que son más urgentes y verdaderamente necesarias es muy pobre y políticamente menos rentable, y, por lo tanto, menos prioritarias para el populista. El populista gasta furiosamente en adquisición de bienes, independientemente de si ello genera rentabilidad social o si realmente es un gasto inútil (viviendas, computadoras, paquetes alimentarios, uniformes, y si pudiera regalar un pick up Hilux a cada familia lo haría sin pensarlo dos veces) porque sabe que la gente es sobornable con “obsequios”, y que mucha gente (sobre todo la más sencilla) cree que el mejor administrador es el que “regala más”, y no el que es más eficiente en el gasto y más sensato a la hora de priorizar la inversión.

Pero lo más importante de todo es que el populista, por este defecto narcisista de congraciarse con lo ajeno, gasta como si no hubiera mañana y compromete el futuro porque, como todo irresponsable, vive como si el futuro y la realidad se pudieran postergar y eludir indefinidamente. El populista actúa como ese vecino que gasta más de lo que gana, que está endeudado hasta la coronilla y no le importan las finanzas públicas, porque es un despilfarrador compulsivo. Y si finalmente tuviera que vender a sus hijos para mantener viva la fantasía irrealizable de conservar un estilo de vida incongruente, lo haría, pues es tan adicto al narcisismo que debe pretender alargar sus credenciales mesiánicas hasta que la verdad lo alcance. Las finanzas públicas en El Salvador están por mucho, peor que después de la recesión del 2008, pero el gobierno gasta como si tuviésemos la bonanza de un país del primer mundo; sin embargo a nuestra gente, derrotada durante tanto tiempo por la desesperanza, ya no le importa que le salgan caros esos sueños efímeros de Cantinflas en los que juega a la riqueza y la celebridad, y que, eventualmente, la realidad los alcance. El populista se comporta como el padre frustrado por sus complejos de inferioridad que está dispuesto a hacer cualquier cosa por meterle parches a la auto estima propia y a la auto estima colectiva; y el pueblo que adora a los populistas se comporta como los hijos alcahuetes que saben que su padre está siendo irresponsable, pero no les importa con tal que puedan realizar siquiera modestamente algunas de sus fantasías adolescentes.

El populismo es como las bebidas alcohólicas o como las drogas: además de generar adicción, la resaca y los efectos secundarios que generan siempre son más desafortunados mientras más se abusa de su consumo. El problema es que es muy difícil pedirle abstinencia a un pueblo que en su miseria se ha vuelto irremediablemente adicto al populismo.

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