¿Se ha preguntado alguna vez por qué los últimos cuatro presidentes de El Salvador no tienen título universitario? ¿Casualidad? En realidad, es causalidad. Examine el discurso popular: “ya tuvimos presidentes preparados y son los más ladrones”, “creen que por tener un título valen más que los demás”, “yo no soy licenciado, pero ando en buena nave y tengo buena casa”, “Steve Jobs y Zuckerberg no terminaron la universidad”, “a quién le importa la ortografía”, “para qué voy a seguir estudiando. Mejor me voy pa’l Norte y regreso con plata”, “¡licenciado y trabajando en un Call Center!”, “la mejor universidad es la calle”, “hay genios sin estudios e idiotas con doctorados”. ¿Lo ve? No era casualidad. Es un fenómeno sociológico denominado anti intelectualismo, y que el escritor Isaac Asimov resume como “culto a la ignorancia (…) la falsa idea de que la democracia consiste en que “mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento”.
La razón por la que nuestro presidente de turno, por ejemplo, no tiene un título universitario es porque existe este deseo inconsciente de un amplio sector de la sociedad de demostrar que se puede alcanzar el éxito sin prepararse académicamente; o incluso dirigir un país jugando al impostor como si este fuese un especial de “Atrápame si Puedes”. Hacer presidente a un lego es convertir a un sujeto en estandarte de la frustración social que padece la gente que no ha tenido oportunidad de formarse académicamente. Del mismo modo que el niño que finge, como mecanismo de autodefensa, que no necesita lo que los demás niños poseen, así los ciudadanos fingen que no necesitan esos títulos que no poseen, pues reconocer tal cosa lastimaría sus egos individuales en proporciones insospechadas.
Esta carencia social hace que la gente se aferre con uñas y dientes a prejuicios insostenibles: a la creencia de que el éxito se mide en dinero y no en términos de autorrealización personal, o a la falacia de generalizar casos aislados y pretender que hay un Steve Jobs en cada analfabeta; o a sobrevalorar la falsa experiencia frente a los conocimientos técnicos y científicos; o recurrir a la falacia ad hominem de que quien invoca sus conocimientos en una discusión es pedante y elitista. He ahí por qué existe este afán protérvico de humillar al profesional cuya fortuna no medra, como queriendo validar el prejuicio de que estudiar es un fracaso.
El anti intelectualismo es más peligroso que la bomba atómica, pues sus efectos perniciosos son continuos en el tiempo: no solo frenan el desarrollo de los pueblos -que indudablemente precisan del conocimiento para progresar-, sino que a su vez corrompe los cimientos éticos de la sociedad y degenera las democracias en oclocracias o tiranías populares; desaparece la meritocracia del mapa para ser reemplazada por el compadrazgo y las cadenas de influencia y se entra en un letargo social parecido al país de las maravillas de Alicia donde todo funciona al revés: el doctor en filosofía despacha la gasolina y el necio que, pudiendo, no hizo ni el noveno grado es el diputado que conduce la Hummer y le pide al doctor que le calibre las llantas; el comisionado presidencial de la Juventud es un patán de una radio mientras el egresado con el mejor CUM de la Universidad de El Salvador asiste a diez entrevistas donde le ofrecen el salario mínimo (si tiene vehículo y habla inglés).
No dudo de que el conocimiento no es un monopolio de la academia; que la experiencia y el conocimiento empírico son importantes, o que el valor de una persona nada tiene que ver con su grado instrucción, ni dudo de que, en un sistema educativo tan miserable, se nos cuelan muchos pseudo profesionales, pero nada de esto justifica que se enaltezca la falta de instrucción y se menosprecie el conocimiento académico… o peor aún: que el resentimiento social criminalice a la clase intelectual.