Iba caminando por la calle y se me acercó un muchacho, con esa frente tostada que delata la exposición excesiva al sol y las manos broncas propias de los hombres del campo, con una mochila a la espalda, y con los ojos enrojecidos y lacrimosos. Me pidió con mucha pena que le ayudara, que estaba pasando una situación difícil. No le puse atención a las explicaciones. Me pareció que sobraban las explicaciones… que aunque hubiera sido mentira todo lo que decía, lo más importante era verdad: un rico no pide limosna en una gasolinera.
Le di algo -más bien, le compré un parche de tranquilidad de conciencia- y antes de retirarse y darme las gracias, me miró largamente con ganas de llorar y me dijo: «está jodida la situación, mi hermano. Así es muy difícil creer en Dios».
Esa declaración no hacía falta; no formaba parte del discurso, él ya había obtenido buenamente lo que yo pudiera ofrecerle. Esa era una declaración de rebeldía, de desahogo, de impotencia. No le dije nada. Sentí piedad. Conozco ese punto de presión en el que se rompe la fe y se abandona la esperanza. Muchos hombres niegan a Dios cuando la sociedad les da la espalda. No. No es Dios el que te ha fallado. Dios ha puesto en el mundo suficiente riqueza para todos, nos ha dado el don del conocimiento, y sin embargo, somos tan egoístas que nos hemos inventado las excusas más sofisticadas para no compartir ni siquiera lo que nos sobra, ni siquiera el conocimiento que no se agota cuando se reparte y que, por el contrario, se multiplica.
No es Dios quien te ha fallado… soy yo, somos nosotros. Tus hermanos.