– Su hija es el motivo.
– ¿Está enferma? ¿Me oculta algo? ¿Tiene usted de ella noticias que yo ignoro?
Rodrigo Casablanca entendía perfectamente que un empresario de cincuenta años no tenía asuntos qué tratar con un muchacho de veinte con pinta de estudiante foráneo extraviado, y menos que tuviesen relación con su hija, a menos qué… la sola idea le repugnaba.
– No, señor. El que está enfermo soy yo.
Lo dicho. ¿De qué podría enfermarse válidamente un estudiante de veinte años? Hizo una mueca imperceptible de disgusto. Demudando inmediatamente la expresión, repuso con tono jovial:
– Será usted hipocondríaco, muchacho. A su edad los hombres no se enferman.
– Del cuerpo, señor, porque del alma, todo el tiempo. No sin justicia nos llaman adolescentes.
– Ya le entendí.
Hizo una breve pausa para acomodar sus pensamientos, y continuó:
– Veamos. Le voy a ahorrar las piruetas. Viene usted a decirme que está enamorado de mi hija. ¿Es así?
– Sí, señor.
– ¿Hay algo que pueda yo hacer por usted al respecto?
El joven vaciló un instante.
– Ya lo ha hecho. Ya me ha escuchado. Pero quizá haya algo que pueda hacer usted también por ella.
– ¿Es que ella también está enferma?
Esta era, claramente, una de esas preguntas obligadas cuya respuesta sabemos pero que preferiríamos ignorar.
– No quisiera adelantar el diagnóstico, porque soy mal juez de los sentimientos ajenos, pero es muy probable.
– ¿Lo que podría hacer por ella, entonces, es aprobar su relación?
– Pues ya que lo pone en esos términos, sí. Eso sería.
– No podría. Comprenderá usted que no tengo facultades para decidir sobre algo que le compete estrictamente a ella. Si el rumbo de su relación depende de mi aprobación o desaprobación, les habré arrebatado su libertad. Lo mejor que puedo hacer por usted y por ella, es desearles suerte. De cualquier manera, le agradezco su intención de hacer las cosas por el derecho y a la antigua, como solemos decir los viejitos conservadores.
– Me parece, Don Rodrigo, muy razonable de su parte, y, además, muy empático.
– Lo relevo de la necesidad de elogiar al padre de la mujer que quiere -dijo el señor Casablanca, a son de broma-.
Sobrevino el silencio que precede a la fórmula convencional que indica que una conversación ha terminado:
– Muy bien, muchacho. ¿Tiene algo más qué decirme sobre la epidemia de amor que ha llegado a mi casa?
– No, señor. Ya sabe lo necesario. Los síntomas usted ya los conoce. Alguna vez fue joven como yo, de modo que sería llover sobre mojado. Además, sé perfectamente que el costo de oportunidad de su tiempo es, técnicamente, oro, y no seré yo quien bloquee su cauce. Le agradezco su tiempo, y ya sabe que cuenta con un servidor.
– Le deseo mucha suerte, joven. Disfrute la vida con responsabilidad y cosechará excelentes frutos. Coincidiremos por ahí, ya ve que tenemos intereses comunes.
Roque, que poseía suficiente dominio de sí mismo como para salir perfectamente airoso e impasible de una audiencia con el papa y el concilio de Roma, temblaba como cachorro recién bañado al salir del vestíbulo de la mansión que en ese instante abandonaba, y la conciencia que tenía de ello acrecentaba su nerviosismo. Sabía que este hombre poseía algo que lo diferenciaba del resto de la humanidad y que le daba la presencia del mismísimo San Pedro, sabía que este hombre era el guardián de las puertas del paraíso -su paraíso-, que si hemos de creer que tal cosa existe y es fuente de la suprema dicha, debiera ser uno distinto para cada bienaventurado. Roque se debatía internamente como un náufrago que es agitado en la borrasca por la fuerza de sus pensamientos desbocados empujando hacia direcciones y conclusiones distintas. Las palabras de don Rodrigo habrían tranquilizado a cualquiera que no hubiese sido testigo de su carácter. Su calidez, su buen humor, su reacción perfectamente civilizada ante la noticia de que su hija estaba prendada de un pelagatos había sido contraria a la de cualquier católico de su edad y de su posición social. Y, sin embargo, la perfecta armonía de sus palabras y sus gestos disonaba con la forma en que su hija Sofía había sido educada y con el estilo de vida monástico y frugal que ésta llevaba en pleno siglo XXI. De pronto, una nueva intriga castigó la espalda del joven haciéndole recorrer un sudor frío a lo largo de la espina dorsal: la impersonalidad del encuentro. ¿Qué significaba el hecho de que al padre de Sofía no pareciera interesarle en absoluto saber quién era Roque, a qué se dedicaba, que no tuviese curiosidad alguna por conocer al hombre que había sido capaz de conquistar a la hija única que ocupaba el centro de todos sus cuidados y que representaba su razón de ser y existir? El diálogo, pese a su soltura y liviandad, carecía de afección, la actitud de Don Rodrigo era la del hombre de guerra o de negocios que avezado a no ver al ser humano que hay debajo del uniforme del enemigo, del cliente o del dependiente de la tienda, ve en el otro una cifra, un obstáculo o un trámite, y actúa consecuente con el cumplimiento de un deber, por satisfacer una convención social o por alcanzar un objetivo específico.
Roque pensaba que si don Rodrigo Casablanca hubiese sido un hombre de avanzada, un partidario real de la libertad, su hija no viviría recluida en la prisión de los deberes y lealtades familiares, entregada en cuerpo y alma a los quehaceres domésticos. No. La conducta de este hombre demostraba tan solo que estaba consciente del personaje que caracterizaba públicamente y de las expectativas que la sociedad tenía de su comportamiento, pero discrepaba profundamente con la opinión general sobre la conducción ideal de la vida privada.