Diez de la mañana. Treinta y cinco grados frente a la Embajada Americana.
– La miseria es una gran escuela. Es en las condiciones más inhóspitas, en las situaciones más hostiles, en las temperaturas más extremas y las presiones más altas que el carbón se vuelve diamante, el informe acero se convierte en espada, la arena en vitral, surgen archipiélagos de las entrañas de la tierra y el hombre forja y tiempla su carácter…
– Pero es también en estas mismas condiciones –lo interrumpió el joven mirando distraídamente a los transeúntes- que se rompen los diques, colapsan los edificios, se derriten los témpanos, se reducen los bosques a cenizas, a polvo las ciudades, y se corrompe y envilece el espíritu del hombre. Ya lo decía Marco Aurelio: “la pobreza es la madre del crimen”.
– Y sin embargo -le replicó el anciano- o usted sabe disimular muy bien su corrupción y su vileza o es usted un ejemplo viviente precisamente de lo contrario.
– Yo no diría tal cosa, don Alberto. La pobreza que concibe Marco Aurelio debe ser menos simplista que la nuestra que resume todo al lenguaje binario del dinero: tener y no tener. Acostumbrados a enaltecer la riqueza material como valor supremo, llegamos a creer que no hay miseria más absoluta y definitiva que la material y que los hombres y mujeres más dignos de compasión son aquellos que acumulan menos, y, de este modo, se nos escapa del horizonte, aunque parezca romántico, que se puede ser miserable en la riqueza y feliz en la pobreza. Cierto es que, si hablamos de dinero, mi familia jamás tuvo garantizada otra cosa que una modesta parcela en el cementerio municipal, pero cierto es también que no he carecido de otros bienes que no por ser más subestimados son menos valiosos.
– ¿Por ejemplo?
– Salud… el afecto de mis padres… tiempo. He gozado del privilegio aristocrático del ocio sin tener un solo centavo, algo que en mi pueblo constituye una afrenta capital. Un pobre que lee la Ilíada por las tardes es tan ofensivo como el indio que se sienta a la mesa con el ladino. También he sido favorecido con el privilegio aristocrático de la buena educación, pues, dígase lo que se quiera, la educación es la fórmula mágica de Alí Babá para abrir puertas donde otros solo ven paredes. Otros hay que se contentarían con la décima parte de lo que me ha tocado en suerte -dijo sonriendo con altivez- por lo que el tema de la miseria me es completamente ajeno aunque en términos de dinero yo no sea más que un pobre diablo.
– ¿De manera que nunca te has sentido miserable? -inquirió el anciano, adoptando el aire acucioso de un químico que se prepara para destilar una probeta con ácido clorhídrico sobre un tejido orgánico-. Cuando ves a la chica que te gusta conduciendo el descapotable de alguno de tus compañeros mientras te hurgas los bolsillos para asegurarte de que ajustas el pasaje del autobús, ¿no te has sentido miserable? Cuando te asaltan las ganas de acercarte más a ella pero descubres que el dinero del que dispones a la semana no te alcanza para pagar ni la mitad de un almuerzo decente en los lugares a los que ella acostumbra a ir, ¿no te sientes miserable? Cuando adquieres conciencia de hasta qué punto incide en tu rendimiento académico la falta de ciertas comodidades y ventajas que tú no tienes y que los demás sí, ¿no te sientes miserable?
– No, señor -dijo el joven con aire adusto inclinando la vista- yo no me siento miserable. Siento, en cambio, que el mundo es miserable, y eso me entristece, porque estoy pagando el precio de la desigualdad sin haber participado en ella, porque soy condenado por una falta que no he cometido: yo no elegí ser pobre; no elegí nacer en un pueblo del interior del país adonde no llega el progreso. Hacerme cargo de algo que no es mi responsabilidad sería una injusticia conmigo mismo. No soy Cristo para cargar sobre las espaldas el crimen de haber nacido en un pesebre. Estoy consciente de que la mujer que adoro está fuera de mi alcance. En los partidos de fútbol ella recibe la brisa desde platea mientras yo me tuesto como café de finca bajo el ardor abrasador en el Sol General. Mis diversiones de fin de semana no se parecen en nada a las de su círculo íntimo. Yo no inventé esa segregación social que define a quién le tocan los campos de golf y a quién le tocan la milpa y los cañadulzales. ¿Por qué debería sentirme culpable de un orden social cuyas reglas no inventé y de una suerte que no escogí?
– ¡Vaya, vaya!… Dos minutos más de discurso y estarás de pie, arengando a las buenas personas que han venido a tomar el desayuno para que tomen las armas por la Revolución- dijo, soltando una carcajada blanca y jovial, mientras se servía otra taza de café, signo de que la conversación lo entretenía y no pensaba abandonarla en los próximos minutos. Y prosiguió, con tono chancero:
– ¡Entonces, has decidido escoger el camino de la victimización! He aquí al pobre Segismundo, que víctima de su hado fatal, profiere ayes lastimeros: “Ay mísero de mí, ay infeliz, apurar cielos pretendo ya que me tratáis así… qué delito cometí contra vosotros naciendo” -y lanzó una carcajada más estridente que la primera llamando la atención de las gentes que ocupaban las mesas contiguas. El joven se sonrió con la complicidad de la provocación y respondió con afectación teatral:
– Pues si el gran Zeus que lleva la Égida se digna bajar del monte Ida a realizar por los mortales tareas más arduas que tomar su opíparo desayuno con el pobre Segismundo, quizá descubra que de esa fatalidad que se sufre aquí abajo algo tienen que ver los dioses del Olimpo cuando juegan arbitrariamente con nuestro destino. Es que -hizo una pausa para rascarse la cabeza histriónicamente- ganando trescientos dólares al mes en una maquila, cualquiera se siente víctima de los “hados funestos”.
– De Zeus tengo muy poco, Roque -dijo el anciano echándose plácidamente hacia atrás-, aunque tomo lo que de halago haya en la ironía… comenzando porque no me huelgo de llevar una vida tan promiscua- sonrió, entrelazándose las manos sobre el vientre abultado-. Además, tengo que confesarte que yo no nací siendo una “deidad olímpica”, como tú dices. Todo lo que poseo se lo debo a la industria de mis manos y mis pensamientos, de modo que te entiendo. Creo que sería irresponsable lavarse las manos y transferirle toda la responsabilidad a la sociedad, a la Iglesia, al Estado y a Dios, como hace el doctor Amenábar en su célebre sentencia que lo mandó al manicomio -Supongo que ya has leído “Justicia, Señor Gobernador”-, pero también creo que sería irresponsable que la sociedad, la Iglesia, el Estado y Dios se laven las manos y le transfieran toda la responsabilidad al individuo sobre lo que le acontece. Y mudando el semblante, continuó con seriedad: -Por eso estoy aquí, por eso te he pedido que desayunes conmigo… porque aunque parezca irrelevante, bien sabes que todo proyecto comienza con una idea y un buen café. Además, no necesito decirte que desayunar contigo tiene cierta dosis de riesgo siendo tú quien eres y siendo yo quien soy. ¿Qué hace la chispa reunida con la paja seca sino preparar un incendio? ¿Qué hace el artífice de las ideas reunido con el dueño de los recursos sino prepararse para ejecutarlas? Ambos sabemos perfectamente que nuestra sociedad se derrumba, que nuestras instituciones colapsan y que los hermanitos barbados que nos gobiernan se están cebando de nuestra ruina como los buitres de la carne putrefacta… y ambos sabemos que tenemos que hacer algo al respecto, tú posees el “qué” y yo poseo el “cómo”.
– Sabe, don Alberto- dijo el muchacho mirando con gratitud y melancolía al octogenario que tenía enfrente-. Yo tenía secretas esperanzas en esta reunión.
Hostigando con una servilleta a una hormiga diminuta que iba y venía sobre la mesa, prosiguió:
– Todos los ricos, o casi todos, me causan cierto recelo y cierta indignación. Me parece que la mayoría de ellos son artífices de la ruina de este país, y que el resto son simplemente cómplices, dispuestos a pagar a precio de silencio y sumisión su comodidad y su estabilidad frente al poder. Me parece también que los ricos que participan activamente de la política no lo hacen por patriotismo; que, más bien, se comportan como los apostadores de los palenques que le van a tal o cual gallo confiando en que al ganar incrementarán su hacienda. Los candidatos presidenciales, los aspirantes a las alcaldías o a los curules que éstos patrocinan representan una apuesta por todas esas autorizaciones y concesiones futuras que esperan agenciarse; representan los contratos de ejecución de obra, los beneficios tributarios, las explotaciones de recursos, las ventajas invisibles frente a los competidores. No espero, pues, de ellos, otra cosa que la perpetuación de la desigualdad.
Alzó la vista:
– Creo, sin embargo, que todavía quedan algunos empresarios decentes, como usted, cuyo sistema nervioso central no se rige exclusivamente por los estímulos del estómago y de los intestinos y que entienden que si se seca el río también se detiene el molino.
– Pues, ya que aprovechamos el espacio para hacer catarsis, debo confesar también que tu generación no me inspira confianza; tu generación es más idiota que las precedentes; no está lista para recibir la estafeta. Y la culpa es nuestra. Permitimos que la tecnología se apoderara de su ser inconsciente. Los jóvenes de ahora, puedo hablar al menos de los latinoamericanos que es a quienes tengo a mano, han sido precondicionados por nuestra generación para perseguir valores espurios que solo benefician a la hidra de la ambición. Los convertimos en masas estúpidas y sin ética para que respondieran homogéneamente a los estímulos de sus telepantallas portátiles y luego los aturdimos cual cachalotes a un banco de peces a punta de publicidad y desinformación para poder aprovecharnos de sus frutos: hemos diseñado para ustedes un mundo donde el fin último es el placer, y el dinero, el medio para alcanzarlo, un mundo en el que les atrofiamos, a todos sin excepción, su capacidad crítica para que, aniquilados por sus instintos primarios, ebrios de narcisismo se entreguen irremisiblemente al goce de los sentidos.
Su rostro había experimentado una transformación. Sus facciones se habían tornado rígidas. Había inclinado el cuerpo hacia adelante gesticulando con ambas manos, presa de un entusiasmo creciente:
– Los hemos impulsado a aborrecer la filosofía, hemos trivializado y ridiculizado las facultades de humanidades de las universidades y hemos enaltecido los conocimientos técnicos y científicos para que sean altamente eficientes, sí, pero como máquinas, como pollos de engorde, como tilapias. Los hemos condicionado para que aborrezcan las ciencias políticas y para que confundan el individualismo con la atomización social. Hemos extrapolado las reglas del neuromarketing al populismo…
La catarsis fue interrumpida. Don Alberto guardó silencio. El teléfono que Roque había dejado sobre la mesa había comenzado a vibrar. Era su amigo, Mario, había sido su instructor en el cuarto año en las clases de Derecho Procesal Penal y trabajaba como Fiscal en la Unidad de Delitos contra el Lavado de Dinero y Narcotráfico. Roque le envió un mensaje explicándole que estaba ocupado con una reunión. Recibió al instante la respuesta de su amigo. Debía atender su llamada urgentemente a través de la línea segura. Los teléfonos de ambos jóvenes estaban intervenidos.
Roque miró a don Alberto y antes de que se excusara, éste se adelantó:
– Por favor, Roque, no te preocupes. Atiende la llamada. Entretanto, voy al baño.