“¿Cuál dictadura? ¿Acaso ves a la gente destruyendo a pedradas los escaparates de los almacenes o a la Policía enfrentando civiles con gas lacrimógeno y balas de goma? ¿Acaso ves banderillas blancas de auxilio en las calles o ajusticiamientos de opositores en los paredones? ¿Acaso podrías siquiera hablar de dictadura si esta fuera una dictadura?”. ¡Precisamente!, la mejor dictadura es aquella que se ejerce sin emplear más coerción de la estrictamente necesaria: si el buey no resuella cuando recibe el yugo y el asno no rebuzna cuando le ponen la albarda, ¿acaso es necesario el látigo? Si el paciente ya no convulsiona ante la enfermedad, ¿es que está sano o es que agoniza? Dicho de otro modo: si un pueblo se siente cómodo o no reacciona ante la destrucción de su democracia, ¿acaso el déspota tiene que hacer esfuerzo alguno por destruirla?
La razón por la que El Salvador es el prototipo de la pesadilla totalitaria latinoamericana del siglo XXI es porque el agresivo cáncer político ha hecho metástasis sin que nuestro sistema inmunitario haya ofrecido resistencia. ¿Cómo ha sido esto posible? Gracias a que los dos virus pandémicos del siglo XXI, la dictadura del placer y la dictadura de la vigilancia, se alojaron en el mejor caldo de cultivo para su crecimiento: un pueblo ignorante, resentido, sin ética y sin cultura democrática. Otros países del mundo, verbigracia Estados Unidos, han sido sacudidos por ese mismo influjo con la figura mesiánica de Donald Trump sin que sus instituciones colapsen y sin que sus ciudadanos hayan resentido pérdidas en sus libertades. En cambio, países del Sur de América, como Argentina, Perú, Ecuador o Bolivia si bien han padecido caudillos, ninguno ha tenido el perfil del narcisista con olfato tecnológico del “Big Brother” y por lo tanto su poder destructivo no ha sido tan fulminante como el de la dictadura que se gesta en El Salvador. Claro que Fujimori y Ortega lograron controlar los órganos fundamentales de sus países, pero, a diferencia de aquellos, que tuvieron que emplear la fuerza para alcanzar su objetivo, Bukele lo consiguió con la aquiescencia de la mayoría de los votantes. El virus pandémico de la dictadura Bukelista -al igual que el de Vladimir Putin- es tal que no se contenta con influir en la psique de sus connacionales sino que busca conquistar adeptos en otras latitudes del mundo, lo cual es posible gracias a la hipercomunicación de las redes sociales.
Dos de los libros que se suelen citar con mayor frecuencia en los artículos de opinión para explicar la dinámica social actual son las novelas distópicas y utópicas “1984” y “Un Mundo Feliz”, de los autores británicos George Orwell y Aldous Huxley, respectivamente, que aunque se basan en fenómenos históricos como el Régimen Estalinista y los primeros esbozos de la sociedad del Consumo, lo que tienen de original es su potencial profético, pasando de ser literatura de ficción a mediados del siglo XX a ser manuales de los totalitarismos del siglo XXI. ¿Qué tienen que ver con El Salvador? Que el Régimen Bukelista es la instauración de un híbrido de la dictadura del placer de Huxley con la dictadura de la vigilancia de Orwell: el abuso del marketing digital para trastocar la percepción de la realidad de los salvadoreños e iniciarlos en la drogodependencia de la recompensa instantánea y la hipervigilancia estatal, el abuso de la data y de la intimidad para controlar aspectos cruciales de la vida de los ciudadanos. No faltarán necios que digan: “¡Bah, como si este gobierno tuviera la inteligencia para emprender semejantes proyectos totalitarios!”. Sepa que no hace falta la inteligencia allí donde basta la astucia.
Mientras los salvadoreños creen que nunca habían podido ejercer más plenamente su libertad, el Régimen Bukelista ha conseguido, en menos de un año, no solamente controlar todas las instituciones y órganos fundamentales del estado, sino también el cuarto y quinto poder: lo que la gente consume a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Si todavía existen espacios minúsculos en los que la Oposición ejerce cierta influencia no es porque el Régimen no los pueda eliminar, sino porque -empleando el término acuñado por Marta Harnecker- hay que darle al autoritarismo una fachada democrática: que parezca que la Prensa tiene libertad mientras la ahogas financieramente; que parezca que la Oposición tiene libertad aunque sea censurada en el pleno legislativo, sean bloqueadas sus iniciativas de constitución de partidos políticos, sea prohibida su difusión en los medios de comunicación y se les controle cada aspecto de su vida privada con programas de espionaje y tecnologías generalmente indisponibles en el Tercer Mundo. Mientras los salvadoreños celebran el triunfo de una supuesta guerra contra las pandillas, el Régimen construye campos de concentración, suspende indefinidamente los derechos y garantías fundamentales de todos los salvadoreños, y arma hasta los dientes a los cuerpos represivos del estado, preparando así el terreno para un control absoluto que vas más allá de lo meramente institucional: el control de la psique de sus ciudadanos y la capacidad para ejercer una represión fulminante. Si usted revisa concienzudamente las estadísticas de aprobación del régimen y las contrasta con la realidad comprueba inmediatamente que esta manipulación psicológica está surtiendo su efecto. ¿Cómo es eso posible? Parafraseando al historiador israelí Yuval N. Harari: las autocracias del siglo XXI aprovechan la disparidad que existe entre la tecnología disponible y las emociones paleolíticas de las masas para explotar su influencia sobre ellas. Esto explicaría por qué el gabinete puede perfectamente negociar beneficios con las pandillas, dilapidar el dinero público en los criptocasinos, torturar y propiciar asesinatos de reos inocentes y ser denunciado en sendas notas periodísticas sin que se alborote una tan sola hoja de un árbol ni tenga entre la población la resonancia que debería.
¿Tienen estas afirmaciones cariz de especulativas? Para los opositores del período jurásico que creen que las elecciones se ganan regalando calendarios en las comunidades y que los algoritmos de las redes sociales son inventos para asustar octogenarios, puede que sí, pero cualquiera que entienda medianamente cuáles son las reglas del juego en la era de las redes sociales y cómo es posible que un perfecto desconocido el día de hoy se convierta en el influencer más famoso del mundo el día de mañana, sabe que el potencial de las nuevas tecnologías para sembrar ideas y sentimientos ofrece un océano azul de posibilidades de manipulación social. Si el gobierno ha incrementado abruptamente el presupuesto en publicidad y en vigilancia estatal es porque los mejores déspotas de la historia saben que pueden descuidarlo todo, incluso las Finanzas Públicas, pero nunca su Gestapo, su ministerio de Propaganda y sus Fuerzas Armadas.
Usted quizá se pregunte, ¿qué es, entonces, lo que obstaculiza la consolidación de esta dictadura? La dependencia financiera. El Gobierno de El Salvador depende, más de lo que quisiera, del gobierno gringo. Si fuésemos un país autosostenible, otro cuervo nos cantara. Pero este es tema para otro artículo.