El Cadete

Como era costumbre, salíamos todos los fines de semana a dar un paseo por el parque. El Cadete sabía que ese era el momento de fajarse y hacer cuanto fuera necesario para conquistar la atención de su enternecido público. Se colocaba a modo de esfinge frente a la banqueta que solían ocupar mi padre y mi hermano, y con las orejas enhiestas y la cola quieta, esperaba la orden de salida, sin despegar un instante los ojos del disco.
Al principio, cuando todavía era un cachorro, esta dinámica del disco le parecía un tanto infantil, poco seria. Examinaba el plato con detenimiento y como todo buen pastor alemán, inclinaba la cabeza hacia los costados procurando hallarle sentido a la cuestión, y terminaba marchándose a oler arbustos y a lidiar con las avispas hasta que alguna le lastimaba el hocico. Después de tres años parecía haber comprendido que en ese plato que surcaba el aire cada fin de semana estaba en juego toda su reputación. Claro, el Cadete nos trajo muchas satisfacciones a mi padre y a mí, pero nunca tantas como las que le procuró a mi hermano.
Hacía un tiempo que mi hermano había perdido el apetito por la vida. Andaba siempre alegre, pero era esa especie de alegría que solía improvisar para el bien de todos, esa alegría que no era sino una de las muchas atenciones que tenía para con la familia. Yo, aun no siendo muy experto en eso de sentir el dolor ajeno, no podía evitar contagiarme un poco de su nostalgia cuando lo sorprendía solo, sentado en alguna parte mirando hacia la nada. Él no tenía conmigo ese afán por disimular su congoja; sabía, -o más bien creía saber- que yo no era capaz de entender ni alarmarme en absoluto por su estado de marcescibilidad. Le hacía falta el “no sé qué” que hace que los jóvenes tengan la llama alta y vivaz, ese “no sé qué” que hace que las fiestas parezcan procesión de fuegos fatuos. Hoy sé que “ese no sé qué” no era más que un poco de atención. Hoy sé que en realidad nadie le prestaba cuidado, y yo, que lo admiraba tanto, lo habría hecho con gusto si tan solo hubiera tenido un poco más de edad.
Recuerdo que al decir él una palabra todo el mundo guardaba silencio y lo miraba a los ojos con intriga, pero también recuerdo que él no era en nada el reflejo de lo que solía decir, que siempre se estaba esforzando por hablar de lo que la gente gustaba oír. Nadie supo nunca de sus romances, de sus aficiones, de las ideas estúpidas que pululaban en su cabeza. Se había convertido en un bonito cascarón hecho con sumo artificio, un cascarón más allá del cual no había nada. Mi familia, mis amigos, sus compañeros del colegio, y hasta las muchachas del pueblo; todos estaban enamorados de ese cascarón. Y mi hermano allí dentro se hacía cada vez más pequeño.
La única compañía que él realmente disfrutaba era la de nuestro buen Cadete. Ellos se entendían muy bien. Ambos tenían esa mirada, a veces alegre, a veces lánguida, que es capaz de atravesar el alma y descubrir el interior para restaurarla luego, con un ladrido el uno, o con una palabra el otro. En efecto, nuestro sabio perro, a pesar de la guerra silenciosa que teníamos todos por ganarnos su simpatía, prefería echarse a los pies de mi hermano y nos ignoraba vilmente como quien sabe que debe cumplir una misión. Mi padre, que había notado la singular querencia de aquellos dos espíritus había designado a mi hermano como tutor oficial del Cadete. Cada día, a las tres de la tarde, salía, cadena en mano, a pasearlo por los contornos. Yo también me iba con ellos -cuando me lograba escapar-, y terminábamos siempre en el parque sentados en la banqueta que mi hermano solía ocupar con mi padre los fines de semana.
¡Aún dudo que aquél noble animal no fuera un enviado expreso del cielo en auxilio de un alma quebrantada!
En uno de esos paseos habituales de las tres de la tarde, el Cadete, movido por quién sabe qué impulso, tiró de la cadena con tal y tan brusca fuerza que se rompió la correa y desapareció al galope por entre los árboles cual caballo que oye el disparo y emprende rauda marcha en pos de la cinta. Mi hermano echó a correr detrás de él, muy preocupado; no porque creyese que el perro era capaz de hacer daño alguno a nadie, sino porque sabía lo difícil que era no sentir pánico al ver a semejante fiera corriendo libre y desaforadamente hacia los transeúntes.
Pues debo referirles que el Cadete ya había seleccionado a su víctima. Aún me pregunto si no fue a propósito.
Yo, que no era lo suficientemente ágil como para alcanzar a mi hermano y menos aún al perro, tuve que conformarme con presenciar con la vista el desenlace de aquél incidente. El can se había abalanzado sobre una muchacha y le había tirado las dos patas delanteras, y acto seguido había comenzado a lamerle el rostro con extraña familiaridad. La situación era admirable, pero lo más admirable era la inmutabilidad de la joven que no retrocedía temblando del pánico o huyendo como loca de aquél bulto enérgico que se había lanzado sobre ella. Mi hermano, casi arrodillado, le pedía disculpas e intercambiaba unas cuantas palabras que debieron ser no menos vergonzosas que sus gestos.
La tarea había sido completada. Si el Cadete existiera aún, me iría a darle una palmada en la cabeza y le diría “bien hecho”.
Ya más crecido y con un poco más de conciencia sobre las cosas, quise investigar sobre aquél extraño suceso y supe que aquella joven tenía la costumbre de pasar por mi casa a la misa del domingo, tirándole comida al perro por entre los barrotes que daban al patio, sin que nadie de mi familia hubiese podido percatarse de ello.
Después del embarazoso suceso, Karla –que así se llamaba la víctima- aparecía alguna vez, fortuitamente por los paseos y Cadete tiraba fuertemente de la cadena presionando a mi hermano a salir a su encuentro. Y como era previsible, ambos terminaban charlando por unos minutos y luego se despedían cordialmente. Después de unas semanas los encuentros fortuitos se habían vuelto cada vez menos fortuitos, -cosa que a mí me alegraba en extremo, pues confieso, no sin cierta vergüenza, que de haber sido perro yo también habría tirado de la cadena al verla-.
Karla era sobriamente hermosa. No poseía esos rasgos escandalosos que nos hacen contorsionar el cuello en las calles y lanzar unos cuantos versos improvisados al aire. Al contrario, era preciso sentarse a conversar cinco minutos y beber sorbo a sorbo su gracia para adaptar el paladar y hacer adicción de sus gestos, de su forma de mirar y de acomodarse el cabello. Tenía la mirada vivaz, era inquieta y saltarina y adolecía de una debilidad infinita por los animales. Sus negras pupilas se dilataban continuamente como si el universo todo fuera para ella un misterio por demás indescifrable. Su belleza no pertenecía al reino de la estética; toda su gracia, más bien, era por ese halo de espiritualidad que irradiaba todo su cuerpo.
Mi hermano la quiso muy pronto. Algún necio diría que fue un arrebato, yo en cambio creo que era una cosa del destino. Ella era capaz de darle contenido a la vida de cualquier miserable, y mi hermano era realmente muy miserable. Ella era capaz de hacer brotar las ganas de vivir de los actos más insignificantes, y él simplemente creía que su existencia carecía de significado. Ella era, pues, el agua que mi hermano necesitaba beber para no morir de sed.
De pronto salir a pasear al perro se había vuelto una afición. Se sentaban en la banqueta que ocupaba mi padre los domingos para lanzar el disco y permanecían horas sentados sin que yo pudiera entender una sola palabra de lo que conversaban. Siempre estaban riéndose de algo y yo siempre estaba espiando y disfrutando de toda su satisfacción mientras me dedicaba a jugar con la pelambre de nuestro fiel animal. Fueron esas las más hermosas tardes de mi infancia. Las tardes en que pude ver a mi hermano sonreír de verdad.
La felicidad es un estado que dura muy poco. Una de esas tardes mi hermano, que siempre gustaba de mi inofensiva compañía, me mandó a jugar un poco lejos y se quedó sentado con Karla en el lugar de costumbre. Claro que yo siempre he sido muy curioso, y mandarme lejos sin excusas previas no era una buena idea. Dejé al Cadete atado a un poste y regresé con sigilo a ver de qué se me estaba privando. Ninguna novedad. Ya estaba a punto de regresar por el perro cuando vi a mi hermano aproximarse a ella rápidamente como un relámpago, y a ella, tan rápido como él, apartarse, sin que por ello pudiera evitar el beso que recibió a la mitad de los labios. Ella se quedó inmóvil como si se dispusiera a decir algo muy cruel. Se levantó y mientras se marchaba alcanzó a verme escondido detrás de unas tuyas. Yo agaché la cabeza y ella se sonrió. Aun no entiendo qué sucedió ese día, esa mezcla rara de disgusto y felicidad que había en su rostro aún me resulta inaccesible. Mi hermano se levantó y al verme igual de confuso que él dijo muy despacio con la vista agachada: “yo tampoco entiendo”.
A partir de entonces se sucedieron los días uno a uno lentamente y los encuentros fortuitos cesaron. Mi hermano parecía uno de esos autobuses cuyo motor brama silenciosamente esperando que alguien se digne quitar el freno y poner el pie en el acelerador, como el toro que bufa esperando que alguien abra las compuertas para salir a la arena a desembarazarse del jinete que lo monta. Él ya no hacía otra cosa que salir con nuestro buen Cadete desesperadamente y sin horario a pasearlo por el parque. Se sentaba a la mesa fingiendo mucha hambre y en los tiempos que compartíamos con la familia hacía todo tipo de comentarios y bromas como si la vida anduviera con él muy propicia. Andaba muy preocupado por disimular su ansiedad. Esa misma actitud que yo tengo cuando faltan tres minutos para entregar un examen que no he terminado de resolver. Mi hermano parecía sin tiempo. Y en efecto, ya no tenía tiempo. De pronto dejó de sacar a pasear al perro.
El Cadete cuya predilección por mi hermano era indiscutible, comenzó con el hábito de ir a su habitación a rascar la puerta haciendo pequeños gemidos. Acto seguido mi hermano le abría la puerta y la volvía a cerrar, y no se sabía más de ellos hasta el otro día. Luego comenzó con el hábito de rascar la puerta que daba a la calle, con el evidente deseo de salir. Mi hermano era muy permisivo pero no iba consentir que el cadete saliera solo a la calle a espantar a los caminantes. Sin embargo, el perro se ponía a rascar la puerta cada vez con más insistencia. Mi hermano en los tiempos de comida y en las charlas familiares también se ponía cada vez más alegre con esa alegría falsa que yo siempre aborrecí. Algo le sucedía a mi hermano, y el animal, más inteligente que yo, lo sabía. La primera vez que yo me enamoré supe en qué consistía ese algo.
Mi hermano optó por fin, por abrir la puerta que daba a la calle y ver si la insistencia del perro tenía alguna razón de ser. Cadena en mano se decidió por volver a pasear al cadete con la sola variante de que esta vez la ruta dependía de la voluntad del perro. Yo alcancé a mi hermano y nos marchamos nuevamente los tres, como casi siempre. El Cadete empezó a caminar en dirección al parque, pero la ruta no terminaba allí. Cruzamos el parque y tomamos unas calles que yo en mi vida había visto. Estoy seguro de que al cruzarlo y aventurarnos por lugares que no habíamos transitado antes mi hermano sintió esa felicidad indecible que nos dan los buenos presentimientos. Íbamos muy nerviosos detrás del animal que no dejaba de atravesar muy seguro todas las calles posibles. Yo no estaba acostumbrado a andar trayectos tan largos, pero mi hermano no iba a aceptar que mis quejas frustraran su intriga. Me confió la cadena y me cargó en sus hombros. Por fin llegamos. Solo el cadete sabe adónde habíamos llegado. Se colocó frente a la fachada de una casa y comenzó a ladrar con fuerza como perro en huelga. En unos instantes salió una señora a asomar la cabeza por la puerta. Al vernos parados en aquella penosa situación la señora nos preguntó si se nos ofrecía algo o le traíamos algún encargo. Mi hermano hizo la pregunta que yo quería hacer desde hace dos meses: “Disculpe, ¿sabe usted dónde vive la señorita Karla M***?” La señora respondió con curiosidad: “Es aquí. Aquí vive”.
¡Vaya si mi hermano sabía disimular! Torpemente, con toda esa alegría reprimida en el pecho dijo: “el padre Gonzalo me mandó dejarle un encargo pero quería verificar primero la dirección. Volveré por la tarde. Perdone la molestia.”
La señora nos explicó que no habían podido asistir a la iglesia, que habían estado fuera del país pero que habían regresado hace apenas unos días; se despidió cortésmente y cerró la puerta. Acto seguido, mi hermano, ebrio de alegría, me descargó de sus hombros y levantó vigorosamente al perro para darle uno de esos abrazos que solo nos damos entre los de la misma especie.
Nos marchamos.
El cadete sabía varios oficios. Ya había fungido como investigador privado y ahora se disponía a desempeñarse como mensajero. Al día siguiente, contrario a lo que habíamos prometido, no volvimos a la casa de Karla a dejar el supuesto encargo del padre Gonzalo. Pero no fue necesario. Ese domingo por la mañana, el perro entró a la habitación de mi hermano no sin antes el consabido ritual de rascar la puerta, llevando un paquete en el hocico. En mis días inquietos de la adolescencia, hurgando entre los papeles de mi hermano supe qué contenía aquél paquete. Era un pequeño reloj de arena muy bonito con base de madera de cedro y pilares de bronce, traído de las remotas tierras al otro lado del mar, y con él una carta escrita con una preciosa letra de mujer y unos sobrios arabescos en los bordes. La carta era, claro está, de Karla. Contenía, en resumen, una disculpa por su actitud de aquél día del beso, y una explicación, -¡maldita explicación! ¡Innecesaria explicación!- de que ella estaba comprometida.
Entonces supe que los encierros de mi hermano en su habitación mientras el perro rascaba la puerta no eran una cuestión baladí. Al principio suponíamos que se trataba de una tos pasajera achacable al cambio del clima, luego pensamos que su dificultad para respirar obedecía al cansancio de la jornada. A partir de la lectura de aquélla carta supe que se trataba de otra cosa. A mi padre le tomó unos días más entenderlo. Tenía neumonía. Pero no fue la neumonía. Mi hermano tenía un padecimiento más grave, algo que está más allá del alcance de la medicina, mi hermano experimentó el temor de quedarse solo para siempre. Ella estaba comprometida. Solo le quedaba nuestro noble perro… y yo, que en realidad no aportaba gran cosa.
A partir de entonces mi hermano comenzó a salir ya muy poco, apenas los fines de semana a lanzar el disco y alguna que otra vez a comprar los víveres. Así cada vez menos.
El perro entró a la habitación de mi hermano con nueva correspondencia. Debo suponer que la recibía por entre los barrotes que daban al patio. Mi hermano la leyó y se volvió a mí, preguntándome con infinita tristeza: “¿por qué no salgo al parque ya?”
Al día siguiente se vistió muy elegante y a las tres de la tarde salió con el Cadete rumbo al parque. Esa vez no lo acompañé, pero he quedado debidamente documentado con una de las cartas que encontré en el armario. Ella lo esperaba en la banqueta. Al parecer él intentó besarla una vez más. Al parecer ella se resistió.
Regresó peor que antes. Pálido y con la ropa húmeda por la llovizna. Esa noche la cena fue todo un estrépito. Toda la familia reía a carcajadas gracias al talento innato de mi hermano para contagiar al mundo de esa alegría que no tenía. Y habría sido muy amena la cena sino hubiéramos intercambiado miradas sombrías y adustas con mi hermano que parecía una llama esforzándose por dar su última lumbre.
Ayer fui a casa de Karla a entregarle la única carta que encontré en el armario escrita a máquina por mi hermano, que no tenía muy buena caligrafía:
“Gracias por el reloj. Me entretengo viendo caer la arena y a veces, caprichosamente, le doy vueltas sin cesar. Me burlo de la linealidad del tiempo. Diría que le gano tiempo al tiempo volviendo al pasado sin cesar: a la dichosa ocasión en que te conocí y a todas esas tardes felices que hemos pasado juntos. He pensado que si yo fuera guardián del gran reloj del tiempo, estaría siempre cuidando que no caiga el último grano de arena y volvería a darle vuelta hasta que no quede una sola alma en el mundo sin hacer aquello que anheló toda su vida. Y entonces, satisfechos todos nuestros sueños, el reloj guardaría en su extremo inferior toda la arena que quisiese sin hacernos ningún daño. Si tú me amaras yo sería invulnerable al tiempo y no tendría por qué estar pendiente de darle vueltas a este reloj. Pero no es así. Me obligas a pasar junto a la cama vigilando que no caiga el polvo. A veces no sé si apareciste en mi vida para darle sentido o para confirmarme que nunca ha de tenerlo. Y es entonces cuando me dejo vencer por la enfermedad. Lo único que lamentaría es no poder llevarme al perro. Si pudiera elegir entre mi sombra y él, lo llevaría a él. A ti no tengo opción de elegirte, estás atada al mundo y aún honras tus compromisos, aunque no sean más que compromisos. Creo que has descubierto que disfrutas estar conmigo pero no te atreves a confesártelo. Por miedo, quizá. Ojalá no llegues a confesártelo nunca. Yo no podré regresar a darle vuelta al reloj cuando ya no quede arena por caer”.
Allí había quedado el reloj en el armario junto a la última carta. Mi hermano se durmió una noche y olvidó darle la vuelta… y no logró salvarse del tiempo. Supimos todos al amanecer que había logrado una sola cosa: logró llevarse al perro.