El infierno de la comodidad

Ética. Esta debe ser más o menos la balanza con que el Rey Minos juzga a los condenados en el Infierno de Dante. Ética. Esa palabra que hace bárbaros a los hombres que la desconocen, la balanza con la que respondemos por lo que hacemos o dejamos de hacer, más allá de la justicia humana; la balanza que mide la moral del vecino que vive en Los Ángeles y “quiere lo mejor para El Salvador” pero no se hizo cargo de los cinco hijos que abandonó para “rehacer su vida”, la del ebrio que apenas puede tenerse en pie pero habla de política con el aplomo de Cicerón; la que mide la moral del vago que le explica al master en ciencias políticas cómo se gobierna un país; la del mandatario que convierte el estado en un negocio familiar y transgrede las leyes.

El problema es que la ética no solo mide la moral del villano, sino también la moral de los autodenominados “hombres de bien”. Muestra el peso exacto de la moral de los buenos, y puede hacer patente la diferencia entre el prudente y el cobarde, entre el necio y el perseverante, entre el que hace “lo que debe” y el que hace “lo que le conviene”, hace patente la diferencia entre los que obedecen a su instinto y los que obedecen a su conciencia; entre los que luchan por el bien común y los que se quedan agazapados en la comodidad de sus butacas esperando cosechar los frutos de una sociedad justa que no han sembrado. La ética hace patente la cobardía de los que se rehúsan a arriesgar su bienestar individual en aras del bienestar colectivo.

La ética es la que distingue al universitario que se desentiende de la política -como si la cosa no fuera con él-, del universitario que protesta contra la arbitrariedad. Distingue al profesional que desea mantener intacta su reputación de las revueltas políticas, del profesional que comprende que no hay vida feliz en una tiranía, y lucha por sostener la democracia aunque se encuentre en una minoría de uno contra cien. Distingue a los “buenos” dispuestos a negociar sus principios a cambio de concesiones de los buenos que prefieren soportar desgracias antes que venderle el alma al diablo. La ética es la que distingue al hombre que se duerme esperando una redención milagrosa del que sale de su casa a ejecutar el milagro. Distingue al cobarde que no se atreve a contradecir a la multitud del valiente que prefiere la soledad antes que callar con el cinismo del silencio cómplice. La ética es la que hace “bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados”, y también ordena que los “confines más oscuros del infierno estén reservados para aquellos que eligen mantenerse neutrales en tiempos de crisis moral”.

Si usted piensa que no es su deber luchar contra la corrupción social y política, y espera que los buenos vientos le faciliten sus nobles proyectos y mientras eso ocurre se lava las manos como Pilatos frente a la calamidad social, usted necesita que Virgilio le haga cruzar la Estigia en la barca de Caronte y le muestre cómo la balanza de la ética condenó al prefecto de Judea a deambular en el Anteinfierno por lavarse las manos y mantener su neutralidad frente a la crisis moral. Si usted cree que basta cumplir las leyes y pagar impuestos para ser un ciudadano probo, espero no sienta vergüenza el día que sus nietos le pregunten: abuelo, ¿qué hacías tú mientras El Salvador se hundía?