- Sí. Luz Negra. No sé si fue Goter o Moter quien dijo que la conciencia era una enfermedad. Yo creo que es, más bien, una infección.
Roque se bamboleaba con la inestabilidad del camión. Pensaba que los soldados debían sentirse miserables viajando por toda la república como reses. Luego pensó que nadie se queja de su suerte cuando ha sido condicionado para resignarse a ella. Iba escoltado por diez jóvenes, impecablemente uniformados, todos morenos y con facciones indígenas, rasgo distintivo de los soldados rasos.
- Primero, nos sientan en el sofá con amabilidad, nos ofrecen algo de beber y nos piden amablemente, y por nuestro bien, que cerremos la maldita boca, pero nuestra conciencia arde como una llaga abierta y nos incita a alzar la voz cada vez con más fuerza. La gente normal teme que los contagiemos de esa conciencia malsana y suicida que atrae a los mártires a sus sepulcros, como aquellos saltamontes infectados de parásitos que mueren ahogados en los estanques para cumplir el propósito de su huésped. Entonces, nos rechazan de sus casas, de sus reuniones; nadie nos espera en las celebraciones; no vamos a las bodas de nuestros amigos, ni aparecemos en sus fotos; somos como el perro ladrándole a la luna de Joán Miró, sumido en la oscuridad y enfrentándonos a un poder lejano e inexpugnable. Pero nuestra conciencia crece y se hace cada vez más visible; el desencanto se instala en nuestras sienes y nos acometen espasmos repentinos de coraje y de valentía alternados por episodios de tristeza y sensaciones agudas de soledad. Algunos sienten lástima y piensan para sí mismos: “allá va un pobre soñador. Tan joven se lo cargó esta enfermedad que ataca a los viejos en su lecho de muerte después de una larga vida de cobardía y buena salud. Hay que alejarse de él, por precaución”. Entonces el Jefe te llama al despacho y te amonesta porque has perdido la cordura y te permites denunciar la verdad en voz alta; pero tu maldita conciencia se impone, investida de dignidad y, entonces, se precisa, para contenerla, de medidas más drásticas. Primero te ruega que no arriesgues la sórdida comodidad de los demás; de los que le tienen más apego a la vida y a los placeres del mundo; de los que tienen buena salud, de las reses que pacen tranquilamente en la pradera sin hacerse preguntas y sin que los sofoque el cerco de púas que restringe su libertad, beatos y dóciles hasta el día en que los conduzcan al rastro municipal. Entonces nos responsabilizan de los daños que puedan sufrir por nuestra imprudencia; debemos callarnos para que las demás criaturas domésticas gocen de sus últimos días de paz, pero nuestra mente ha sido infectada por el odioso germen de la justicia y sabemos que ese silencio al que nos conminan no es justo para nosotros ni para ellos mismos. Qué hacemos, entonces, para abrigarnos en el calor social si la gente nos rechaza como leprosos, si nuestra amistad representa la enemistad con el poder. Nos acosan y nos humillan en todas partes para que nos larguemos como si fuéramos nada menos que una jauría de perros sarnosos. Entonces nos acometen los dilemas morales por las noches, o nos levantamos sobresaltados por las madrugadas. Ansiosos porque los únicos que piensan que la conciencia no es una infección somos los que ya hemos sucumbido a ella. A veces pensamos que verdaderamente estamos enfermos, pero en nuestra fiebre delirante comienzan a desfilar ante nuestros ojos las imágenes dolorosas de todos los detenidos, los vapuleados, los masacrados, los exiliados, los despedidos; sentimos el acre olor del miedo en el ambiente y, entonces, adquirimos la férrea convicción de que nuestra voz debe retumbar en todo el espacio y debe contagiar a los cobardes, a los cómodos, a los convenientes; y que los enfermos son los que, amilanados por la represión, experimentan esa miopía alarmante que les impide proyectar sus desgracias futuras; aquellos a los que se les enfría la sangre como a los reptiles, se les encoge el hipotálamo y se les adormecen los nervios; que no son capaces de verse reflejados en el sufrimiento de los demás y reaccionan como los reptiles únicamente cuando la guillotina pende sobre sus cabezas.