En la novela El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov, el diablo visita Moscú acompañado de un séquito de demonios que se mezclan entre la multitud provocando el caos con todo tipo de fechorías y crímenes, sin dejar rastro alguno y sin que se les pueda aprehender o juzgar por su iniquidad. He aquí la mejor caricaturización de la era digital por la que transita Latinoamérica y particularmente El Salvador: ¿qué impide a los grandes prestidigitadores de las redes sociales manipular la percepción social de la realidad hasta alterarla en escenarios en los que las reglas no solo les favorecen sino que, además, les facilitan cometer toda suerte de crímenes contra la democracia y contra la existencia moral de terceros? ¿Qué papel desempeñan los grandes oligopolios tecnológicos del mundo en la destrucción de las democracias y en el auge del populismo? ¿Qué distingue a la realidad de la ficción en una época en la que no solo no existe consenso sobre la verdad sino que, además, se renuncia conscientemente a ella para que cada uno crea lo que mejor le parezca gracias a la personalización algorítmica?
Las redes sociales no pueden ni deben ser concebidas como simples corporaciones transnacionales privadas autorreguladas puesto que han llegado a convertirse en nada menos que en el continente de la existencia virtual de la humanidad. Tampoco pueden, por ende, ser espacios exentos de la soberanía y control jurídico de los estados pues ahí donde “existe” la persona humana, ésta debe ser “protegida en la conservación y defensa” de sus derechos. En la práctica, sin embargo, estas redes sociales poseen una amplísima discrecionalidad y defectos de origen que no han sido corregidos eficazmente y que están provocando profundas regresiones en la democracia -entre otros- a través del ejercicio abusivo de la libertad de expresión: ¿cuántas demandas colectivas contra Facebook o Twitter ha recibido la justicia salvadoreña por permitir daños a la imagen, uso ilegal de datos, suplantación de identidades, bloqueos de usuarios en cuentas oficiales, etc? La pregunta parece hasta absurda.
Sabemos que de la comprensión antropológica de la dignidad humana surgen el estado y las leyes, y que de esta dignidad se desprenden los atributos de la personalidad entre los cuales se halla la capacidad de goce que justifica la existencia de los derechos subjetivos, y entre estos derechos subjetivos, se encuentran los derechos fundamentales, objetivados para El caso de El Salvador, en la parte dogmática de la Constitución, entre los cuales se encuentra el derecho a libre expresión, que es el que nos interesa para este artículo: Toda persona puede expresar y difundir libremente sus pensamientos (…). Los derechos subjetivos tienen, entre otras, dos características que nos interesan: que no son absolutos y que son imperativo-atributivos. Lo primero implica que el ejercicio de todo derecho tiene límites y limitaciones y lo segundo implica que otorgan facultades, pero también imponen deberes, cargas y responsabilidades. En cuanto a los límites del ejercicio de la libre expresión, el art. 6 de la Constitución establece que se puede ejercer este derecho siempre que no subvierta el orden público, ni lesione la moral, el honor, ni la vida privada de los demás. La transgresión de estos límites constitucionales acarrea responsabilidades, algunas de ellas de tipo penal, como la calumnia, la difamación y la injuria.
¿Por qué es importante señalar que la capacidad de goce de un derecho es un atributo de la personalidad y que el derecho a la libre expresión es una atribución de la persona humana? Porque la existencia de un derecho presupone la existencia de una persona. Es decir que, si los usuarios de Twitter “Recontraanónimo ES” o “Riguaconcrema 503” destruyeron ayer en trescientos caracteres la reputación de mi padre, mi hijo o mi vecino o del líder de la Oposición en el congreso, acusándolos falsamente de cometer un delito y encargándose de replicar esta falacia a través de una red robusta de cuentas afines, es dable suponer que estos usuarios son personas de carne y hueso con un nombre, un domicilio, un patrimonio, una nacionalidad, y un estado civil que pueden ser condenados a resarcir daños morales y no brujas o gatos parlantes que aparecen para lacerar el honor de una persona y desaparecen, inasibles como el vapor, con el doble golpe de un bastón. En el siglo XIX el honor era cosa de importancia, tanto que existían los célebres “lances de honor”. En el siglo XXI ni siquiera es posible rastrear la procedencia de una calumnia o una difamación (que exista una Ley Especial contra los Delitos Informáticos no significa que se castiguen en la práctica tales delitos o que el estado tenga interés en perseguirlos); puede uno darse por ampliamente satisfecho si consigue denunciar y bloquear en las redes al usuario que ha mancillado su reputación.
El ejercicio ilimitado y abusivo del derecho a expresarse destruye la democracia porque, tal como lo expresa Chul Han en su “Infocracia”, al anular la “isegoría”, es decir la posibilidad de decir la verdad, la sociedad se decanta hacia la polarización y la tribalización y se destruye el diálogo, condición sin la cual no puede existir tal democracia. Las granjas de troles y bots al igual que los influencers pueden afectar significativamente la opinión pública sin que se deduzca contra éstos responsabilidad alguna por los daños que su influjo tenga en el desarrollo de la historia. El actual mandatario salvadoreño ha llegado al poder armado y acorazado por una horda de criminales y mercenarios cibernéticos creada a pulso para tales efectos, y nadie parece haberse percatado de que la única forma de contenerlo es minando institucionalmente el núcleo de su poder tiránico.
No obstante la urgencia de tratar estos fenómenos que socavan la convivencia entre humanos, nuestra clase política, nuestra ciudadanía y nuestra Academia no han tenido la sagacidad para ponderar los severos daños que está experimentando nuestra democracia debido a los defectos de origen de las redes sociales cuyo modelo de negocios se sustenta en su potencial de sugestión y en la plasticidad de la opinión pública, siendo idóneas para satisfacer tanto intereses corporativos privados como intereses políticos espurios, cual es el caso de persuadir a los votantes de que escojan al caudillo latinoamericano de su preferencia, paquete que incluye no solo la deformación de la realidad a través del neuromarketing sino también la anulación de los competidores a través de su destrucción moral. Ya lo decía Víctor Hugo: “lo que se dice de las personas, sea bueno o malo, ocupa tanto lugar en su vida como lo que hacen”.
Esperar, sin embargo, que la solución a este problema provenga de estados con vocación autoritaria como es el caso de El Salvador, en los que es el gobierno el principal beneficiario de la destrucción de la democracia, es ingenuo. Mientras no generemos conciencia social sobre el fenómeno no existirá la correlación de fuerzas populares necesaria para echar a andar las herramientas institucionales que permitan evitar la consumación de la dictadura orwelliana en gestación.