Le Bon sugiere que un estadista debe conocer por instinto la psique de la colectividad, pues no se puede influir significativamente en los destinos de la colectividad obviando su sentir y pensar; necesidad que se vuelve aún más apremiante en un sistema democrático, en el que la fuente del poder político emana -expresamente- del pueblo.
Ningún evento político de la historia se ha llevado a cabo al margen de la psique colectiva. Ha sido más bien la fuerza popular la que ha definido el cauce de la historia. De esta guisa, no son sino quienes han sabido modelar o manipular esta fuerza popular, quienes han prestado fino a oído precisamente al “ser” de estas masas: a sus virtudes… a sus vicios… a sus predisposiciones… a su idiosincrasia, etc., quienes han conseguido definir su curso.
Si el hombre de estado no puede considerarse tal sino considera el “ser” del pueblo que lo conforma, mi crítica, eufórica y enérgica para las élites políticas intelectuales de El Salvador, es: ¿acaso no pecan de ingenuos al pretender comprender la realidad política de un país encerrados en la abstracción de sus oficinas y divorciados totalmente del sentir y pensar de un pueblo al que no han tenido el honor de conocer? ¿No se han dado cuenta aún de que los fracasos de sus desafortunadas predicciones políticas se han debido a que no le han prestado atención a un pueblo que lleva varios años tratando de trabar comunicación con ustedes mientras ustedes cabalgan por el éter montados en el caballo Pegaso?
¿Por qué se equivocan en sus pronósticos? Porque la base de su predicción son las reacciones de sus amigos, gente de clase media o alta y profesionales con posgrados; porque la muestra estadística de sus apreciaciones la constituye la minoría menos representativa del sentir y pensar general; porque han querido predecir a los salvadoreños leyendo las discusiones de sus contactos de Twitter y Facebook, leyendo la BBC, al Instituto Iberoamericano de Derechos Humanos, al Centro de Estudios Jurídicos y a Fusades, a personas y entidades que no hablan el mismo idioma que el resto de la población con baja escolaridad y con una jerarquía de valores y apreciaciones totalmente distintas; porque creen que la gente sigue viendo TCS y CNN, cuando en realidad alimentan su criterio con la Britany y Sivar News; porque creen aún que el salvadoreño promedio le tiene un gran aprecio a la Constitución y a las leyes y que se informa con fuentes fiables, y ama al prójimo como a sí mismo, y va a la iglesia a confesarse los domingos. En otras palabras, estimados amigos míos de las élites políticas intelectuales, el fiasco en su forma de asimilar la realidad radica en que viven en una burbuja, inexpugnable como los alcázares de los cuentos de los hermanos Grimm.
Nosotros hablamos del estado de derecho y de institucionalidad jurídica, de frenos y contrapesos y de democracia, de actuaciones ilegales de la administración pública y de indicadores de pobreza y de pobreza multidimensional, de populismo y de dilemas falsos y del uso del terror y la zanahoria, y Juan Pueblo con su sabiduría instintiva nos dirá: “¿y eso a mí qué me importa? Me importa que acabemos con los diputados corruptos que nos han visto la cara durante treinta años”.
El problema de vivir en esta burbuja de insípidos análisis de realidad es que pierden toda credibilidad ante la gente, gente que debería de seguirlos a ustedes como el náufrago al faro. El joven que acaba de salir del Instituto Nacional y que va a trabajar de cajero en el Selectos no da ni un cinco por su opinión, pues si su opinión fuera tan valiosa y útil, ellos no estarían viviendo en la precariedad en que viven; porque ustedes en su burbuja no dan muestras de la más mínima empatía, de la empatía más elemental: entender al prójimo y considerarlo un igual.