Decía Dostoyevsky que la mejor manera de evitar que un prisionero escape es asegurarse de que nunca sepa que está en prisión. ¿Quién podría pensar que su país es una prisión y que su gobernante no es más que el alcaide o el aguacil, si reparte dinero y comida a su gente durante la peste, y manda a apresar indiscriminadamente a todos los criminales, vagos y pendencieros o cosa que se les parezca? Para las masas latinas marcadas por la idiosincrasia del esclavo, del colono o del vasallo, enardecidas por la superstición y ávidas de esperanza, tal hombre no podría menos que ser el enviado de Dios, aquél que multiplica los canastos para darnos hoy nuestro pan de cada día, que perdona nuestras ofensas y que persigue en el templo, látigo en mano, a los mismos fariseos de siempre, librándonos así de todo mal, amén.
Y si el aparato de propaganda magnifica las hazañas del héroe y convierte al hombre promedio -cuyo ego infla lo que no puede el talento-, en el semidiós, en el Hércules, el Teseo, o el Eneas que nos conducirá a la nueva Troya, la deificación está hecha y la adhesión religiosa al mesías, al mejor estilo del totalitarismo Norcoreano, queda consumada. Y sin embargo, los migrantes, que arriesgan a diario su vida para huir de este Guantánamo mientras los persiguen sus carceleros por los puntos ciegos, podrían contar una historia distinta sobre el paraíso de los renders que ven en sus telepantallas nuestros hermanos lejanos. El Salvador no se ve igual desde un Hotel del lago de Coatepeque que desde las bartolinas del Régimen de Excepción (Técnicamente: Régimen de Suspensión Permanente de Derechos Constitucionales) con sus respectivos campos de concentración para mestizos pobres.
Esa es la maldición feudal que nos hunde en el subdesarrollo: el salvadoreño marginado y explotado históricamente, actúa pues, como el esclavo de los galeones o como el reo institucionalizado que después de décadas de reclusión y humillación no conoce otro hogar que su propia prisión y otro estilo de vida que la opresión y, ante tal inopia, está dispuesto a convertirse en siervo de cualquier carcelero que finja ser medianamente generoso con él para preservar tranquilamente sus privilegios. No puedo menos que recordar, entonces, la actitud indignante del indio traidor que se prosterna agradecido ante el oligarca criollo que lo deja trabajar la tierra que le esquilmó a sus aborígenes; del campesino que considera generoso al patrón cuyo látigo le perdona las espaldas, del peón que clama a Dios agradecido cuando le pagan su salario con fichas de finca, y, si se deja, con bitcoin y tether. ¿Acaso considerar generoso al que te regala trescientos riales que provienen de tus propios impuestos no es un eco de la inocencia indígena del oro y los espejos? ¿Acaso el colono que se alegra de que a todos los encierren, por cargos de vagancia, excepto a él, no tiene impregnada en la piel esa maldición feudal y ese desprecio y traición hacia sus propios hermanos en cuyo auxilio estuvo obligado a acudir? ¿Cuando se nos perdió en el mestizaje de la sangre la dignidad pipil?
Si los más funestos déspotas de Latinoamérica se han esmerado tanto por ahogar la conciencia popular y trivializar la historia, es porque un pueblo que ignora el valor de la libertad que le pertenece y que un día tuvo, no puede extrañar su pérdida y aprende a abrazar sus cadenas y adorar las babuchas del emir o de los dioses que se le presenten, y a perdonarles todos sus excesos así aparezcan en la lista Engel o en el Libro de los Condenados. A mis queridos hermanos, acostumbrados como están a hundir la cabeza bajo la tierra, la luz los aturde y la tiniebla los consuela, y en esa oscuridad total de la ignorancia y el miedo no saben discernir, y se entregan al lobo jurando que es el pastor. Resuena, como campanas de duelo, la canción aquélla de la Maldición de la Malinche y que habla de los dioses barbados de la profecía anunciada por el Secretario de Prensa y por un par de borrachos crudos con delirios revolucionarios del partido Oficial: “Del mar los vieron llegar mis hermanos emplumados…”.