Los salvadoreños no votan, consumen
Cuando los ciudadanos carecen de cultura democrática pero están muy bien entrenados en la cultura del consumismo, terminan aplicando a la política las reglas del bussiness. Entonces, a los partidos, para sobrevivir, les toca adaptarse y sacrificar la inversión en equipo técnico por un equipo de marketing que venda humo embotellado. En esta especie de mercantilismo, la diferencia fundamental entre un votante y un consumidor es que del votante se espera que sea responsable en su elección, del consumidor se espera todo lo contrario. Nadie va a comprar el Iphone 13 Pro Max porque le haga falta; puede ser, incluso, que esta decisión sea financieramente irresponsable, pero el objetivo de Apple no es cuidar tus finanzas personales, es venderte el Iphone, así tengas que vivir precariamente durante varios meses. De ahí que Nuevas Ideas se parezca más a Forex que al Frente y que Nayib se parezca más a Luisito Comunica que a Daniel Ortega. Su objetivo no es promover la cordura sino más bien la insensatez.
En las democracias funcionales el votante demanda de sus prospectos capacidad y honestidad, tanto que basta con que la primera ministra de Finlandia pague sus desayunos con dinero público para que peligre su cargo. Si la Inteligencia de los EE. UU., señalara a los colaboradores cercanos de cualquier mandatario europeo de estar implicados en narcotráfico y lavado de dinero o trascendieran a la Prensa las negociaciones ilícitas entre Gabinete y Crimen Organizado, su destitución inmediata no estaría ni siquiera en discusión, pero está claro que en El Salvador no tenemos democracia, y mucho menos funcional; los salvadoreños no se caracterizan por tener espíritu de guardianes de sus instituciones. En el consumismo político, en cambio, el elector no vota para que le resuelvan los problemas, sino para satisfacer sus impulsos: el impulso de castigar a la clase política, de rebelarse contra el orden social, de alimentar el deseo de identidad y de pertenencia; de imponer su voluntad contra la clase oligárquica; de negar la realidad; o simplemente el impulso de comprar “cápsulas de esperanza 500 miligramos”, aunque el polvo solo se pueda inhalar una vez y el chiste nos cueste el futuro de los próximos veinte años.
Es gracias a este consumismo electoral que Bukele arribó al poder montado en la bestia de la desinformación y los memes, cabalgando por la ancha vía de las redes sociales en las que hasta delinquir es lícito, sin otra herramienta que su propia agencia de publicidad y su olfato narcisista. No necesitaba el respaldo de una crítica que evaluara sus dotes de estadista en los periódicos o acreditara la factibilidad de sus promesas electorales, le bastaba contar con un aparato de publicidad agresivo que conociera perfectamente el hígado y el sistema nervioso periférico de los salvadoreños. La carpa del circo se sostendría exclusivamente en el eje del Ministerio de Propaganda. He ahí por qué la decente oferta legislativa de Nuestro Tiempo no tuvo adeptos en el paladar tercermundista de los salvadoreños que prefirieron un refrito del consomé de la rancia clase política con colorante cian: porque había muy pocos votantes y demasiados consumidores.
Bukele comprendió antes que sus adversarios que la política no funciona como hace dos décadas, y que las redes sociales, ese escenario en el que las idioteces más inverosímiles y las pasiones más viles cobran descomunal fuerza gracias al tráfico que genera el escándalo, son fundamentales para sabotear la democracia, dinamitar la cohesión social a través de la radicalización ideológica, invertir la escala de valores de los ciudadanos y controlar a las masas. Con la gorra, la selfie, el Tagadá, los memes y el deporte nacional de la calumnia se nos puede venir encima un meteorito del tamaño de nuestra deuda pública y sucumbir todos al grito de “No mires tu Chivo Wallet”.
El escenario es funesto, pero si la Oposición quiere figurar en las próximas elecciones tiene que adoptar como axioma fundamental que los salvadoreños no votan, consumen; y que, por lo tanto, para venderle al electorado el desparasitante social hay que envolverlo en cápsulas con sabor a chocolate.