LUNA DE OCTUBRE

Las pardas nubes se deslizaban sobre un lienzo de estrellas. La luna veraniega erguida en el firmamento con sus salpicaduras de plata blanqueaba los pinos y las acacias, y la brisa, más inquieta que de costumbre, sacudía a la hojarasca amablemente. Desde lo alto del edificio pude apreciar uno de esos hermosos cuadros nocturnos que impregnan el espíritu de una honda sensación de paz, una noche azul, noche alegre. Me volví un instante a un costado para proseguir la conversación, y, entonces, de cara a la luna, vi tu rostro resplandecer con una luz indecible, como confeccionado con los hilos de algún lucero, y mientras hablabas, tus pupilas rasgadas y brillantes como agua sobre un lecho de musgo se estampaban para siempre en algún rincón privilegiado de mi memoria. En este punto de la narración podría sacarte semejanza con las ninfas y con las gracias y contarme entre los afortunados que vieron semejantes prodigios, como suelen hacer los poetas; pero contigo puedo, por fin, descansar de los artificios de la imaginación. Tú me relevas del esfuerzo de inventarte, porque eres la medida exacta de lo que desearía que fueras. Eres solo una mujer, sin arcos celestes ni arpas, de las que mueren, de las que llevan en su pecho un corazón que tiñe de grana las mejillas, de las que despiertan a tu lado con los ojos legañosos y entre cerrados, de las que te dejan el sudor de su espalda en las manos y su aliento cálido en la barbilla; eres la razón más convincente que tengo para explicar el amor por la humanidad y para justificar la curiosidad de Adán y Eva. Eres la mujer por la que renunciaría a todo cuanto de divino y fantástico pueda haber en el mundo. Yo no quiero estatuas de bronce, ni bustos de marfil, ni cuadros renacentistas. Te quiero a ti que sonríes genuinamente, que sabes reflejar en los ojos el amor que sientes, que me restauras cuando me abrazas, a ti que puedo tomar de la mano y andar ufano por las extrañas e intrincadas veredas del universo; a ti, que amas por vocación natural con tanta prodigalidad que haces surgir el amor de la nada. Te quiero a ti, porque entraste segura a la intimidad de mis pensamientos para compartir los tuyos conmigo, porque has aproximado tanto tu ser con el mío que por más adversa que la vida fuera nos uniría inexplicablemente el misterio de nuestra existencia, porque llegados a este punto de no retorno, nos une algo más que nuestra corta memoria. El tiempo se llevará un día nuestros restos, pero Dios sabrá que en el transcurso de la eternidad tú y yo nos amamos y alcanzamos la felicidad asidos de las manos.
Eso fue lo que pensé mientras me hablabas y posabas tus hermosos ojos verdes sobre la luna veraniega en una hermosa noche de octubre.