NO SOMOS SUPERIORES

El frappé de Starbucks, el Iphone de última generación, el golf de fin de semana en el Encanto y el Audi dan estatus. Leer libros también, y los narcisistas lo saben. No hay adorno más atractivo para la personalidad que darse ínfulas de intelectual: “Marx decía que…”, “Como lo sostenía el maestro Foucault…”, “Aristóteles, apuntaba sobre esta materia…”, “cuando estudié a Adam Smith, noté qué…”, son expresiones que como las gemas de una corona adornan la frente del ególatra. Imponerse el hábito de leer es saludable cuando se realiza bajo las motivaciones correctas, cuando se hace por amor al conocimiento y no como una proyección social de la personalidad. Hay ciertos comportamientos que permiten distinguir al lector verdadero del impostor: el lector le otorga valor a lo que lee de acuerdo a la impresión que le causa, mientras que el impostor se lo otorga de acuerdo al valor que le otorgan los demás: Aristóteles es un gran pensador porque los reputados pensadores dicen que lo es. El lector comparte lo que lee con la inocencia del niño que cree haber descubierto algo valioso, el impostor comparte lo que lee porque espera a cambio una recompensa emocional, la sensación interna de que se le tendrá por ilustrado. El lector verdadero es capaz de formular ideas propias a partir de lo que lee, el impostor es un recopilador profesional de máximas y sentencias que puede, a lo sumo, parafrasearlas, pero que es incapaz de tener una opinión propia de ellas, y esto es precisamente porque no ha ejercitado nunca su sensibilidad ni su raciocinio. El impostor no lee nunca o lee muy poco y se aburre cuando se encuentra aislado de los demás, pues en la soledad nadie tiene incentivos para pretender ser lo que no es, y, si por casualidad consigue vencer el tedio, siente la imperiosa necesidad de pregonar su victoria a los cuatro vientos. El lector verdadero es, por regla general, humilde, pues su actitud frente a lo que lee es de admiración o de aprendizaje, el impostor, por el contrario, es arrogante, pues la lectura solo le es útil para darse sus respectivos baños de arrogancia. El lector verdadero es disciplinado, porque encuentra sustento en su disciplina; el impostor, como todos los impostores al no haber encontrado nunca el gusto real por el hábito de leer, lo hace eventualmente y solo cuando lo que lee le produce algún entretenimiento o cuando tiene necesidad de conseguir su respectiva recompensa emocional. El impostor desea pertenecer a los círculos de lectores y académicos para recibir las esquirlas del estatus, pero no puede sostener el ritmo porque no está habituado a ello ni le interesa estarlo; se comportan como los aficionados del atletismo que se toman todas las selfies en todos los ángulos posibles al inicio de las carreras pero las abandonan a medio trayecto atacados infaustamente por un calambre o por una lesión (debido a que jamás han entrenado en su vida ni les interesa). Estos impostores son peligrosos porque desarrollan frente a los que no leen una actitud vergonzosa de supuesta superioridad moral; se hinchan y conforman pequeñas élites de idiotas, pequeños sistemas de promoción basados en cadenas de influencia y en quién tiene el ego más grande. Si a estos círculos de idiotas se les presenta un texto plagado de incoherencias y se les asegura que es producto de una mente prominente, lo admitirán sin objetar nada, pues no tienen parámetros objetivos para valorar lo que leen. Cuando estos grupúsculos de idiotas se enquistan en la cúspide, desincentivan cualquier iniciativa literaria y crítica porque la cultura se convierte simplemente en una farsa, una apariencia bajo la cual solo existe un mercado de personalidades y de egos. Hablo de este fenómeno porque he notado que se da mucho en este país. ¿Alguien más lo ha notado?