El problema es que a mi alma de poeta se enfrenta tu condición de poesía, de tal suerte que cuando quiero demostrarte que eres maravillosa tú no sabes si la hermosura y la gracia que te atribuyo es una descripción objetiva de la realidad o un producto elaborado de mi imaginación: yo digo que tus ojos son hermosos como dos esmeraldas engastadas en porcelana, que tus pestañas parecen hilos de oro y que al humedecer tus labios parece que fueran dulces como las granadas o las cerezas, y tú no sabrías si mis palabras son elogios artificiosos e inmerecidos o si, por el contrario, son una declaración jurada de lo que mis ojos ven. Si te digo que eres noble como los ángeles; que tu inteligencia aventaja con creces a todas aquellas de las que he sido testigo; si te digo que tienes los ojos sensibles del artista, la curiosidad científica y filosófica de las almas trascendentales y que eres generosa como el sol, tú no podrías decir a ciencia cierta hasta qué punto estoy faltando a la verdad y, entonces te asalta el temor de que yo mienta para congraciarme contigo o, peor aún, que te coloque ingenuamente en un pedestal que no te corresponde. No niego que estoy enamorado, y que suele decirse –no sin cierta verdad- que el amor ciega penosamente la visión del que lo padece, pero resulta, al menos por esta vez, que no es el amor el responsable de que yo te admire, sino, por el contrario, que es mi admiración la causa de mi amor. Yo no te veo a través de los cristales engañosos de la poesía, te veo bajo el lente del hombre de ciencia y mi fascinación contigo es semejante a la del astrónomo ante las auroras boreales y las estrellas; los poetas se relevan de la carga de probar la veracidad de lo que dicen, en cambio, yo podría predicar con exactitud los motivos de mi fascinación: puedo justificar la belleza de tu cuerpo y de tu alma con parámetros objetivos, puedo decir que eres increíble con el mismo asombro con que un físico hablaría de las propiedades más extrañas de la materia. Digo que eres muy bella con el mismo aplomo que un crítico hablaría de una obra de arte; conozco la medida de tu cintura, la forma de tus senos y la tersura de tu piel; puedo hablar de tu madurez y de la profundidad de tu juicio con la autoridad de la experiencia y la observación empírica; yo he visto con nervioso entusiasmo tu capacidad para escuchar profundamente a los demás, esa genuina empatía que es tan rara de hallar; he visto cómo puedes desprenderte, incluso de aquello que consideras más valioso; he visto y sentido en cada palabra que dices ese nivel de conciencia sobre la realidad que no espero ni por cerca encontrar en alguien de nuestra edad; reconozco tu voluntad de hacer el bien, tu sentido del deber que va más allá de tus propios deseos; he visto, con el alma en la mano, lo abnegada que eres hasta el punto de abandonarte a ti misma por los demás; he visto con estupefacción y embeleso que eres tan humilde que ignoras que andas “llevando en tus manos las llaves del paraíso”, tan modesta que te rehúsas a creer lo fascinante que eres por más esfuerzos que prodigo en ello. A veces pienso que eres tan maravillosa como las noches estrelladas del verano, guardas un silencio tan limpio de envanecimiento que cualquier necio podría pasarte inadvertida a pesar de ser tan inmensa y abarcar todo lo que la vista alcanza. Dime tú: siendo lo que eres, ¿acaso no es perfectamente razonable que yo sienta lo que siento? Yo podré ser muy romántico y poético y lo que quieras, pero tú eres esa poesía que imprime la naturaleza a ciertas cosas, cuya existencia es independiente de la pluma que la describe, esa poesía que no hace falta que nadie la declare para existir y ser maravillosa.