… Y más que pobre, miserable, como lo fue la Francia de Víctor Hugo en los tiempos Bonaparte o Japón antes de la guerra; o como lo son muchos pueblos africanos a pesar de su exuberante naturaleza. Ya es hora de que dejemos de darnos paja con falsos discursos de patriotismo; dejemos de romantizar las desgracias en las que como pueblo estamos sumidos porque nadie resuelve sus problemas fingiendo que no los tiene, sino teniendo la humildad y la valentía para aceptarlos. Somos un país pobre y nada tiene que ver en ello si son bonitas las playas de La Libertad o si los tamales de la niña Mary son mejores que el filete de la Pampa, o si la horchata de la niña Francisca es mejor que el champán y la sidra, o si el lago de Coatepeque tiene el agua color turquesa. Somos un país pobre porque la verdadera riqueza no está en la naturaleza o en el valor nostálgico que le ponemos a las cosas, sino en el pensamiento, en nuestra capacidad transformadora, en la forma en la que nos comportamos y aprovechamos lo que nos rodea, pero sobre todo en la forma en la que compartimos aquello que poseemos, y me temo, con todo el dolor que me causa, que, desde el plano estrictamente humano, somos una verdadera desgracia. Podríamos amanecer mañana con minas de oro y reservas subterráneas de petróleo y seguir siendo tanto o más miserables que ayer, porque la riqueza no es algo que «está» sino algo que se crea, y porque del mismo modo en que no me vuelvo rico si mi vecino gana la lotería, tampoco se vuelve rico el niño del tugurio que lleva tres tiempos sin comer, por muy majestuosos que se vean los cañadulzales de la azucarera, o por muy hermosa que sea la vista desde los hoteles de la costa, o por muy bueno y glorioso que le haya parecido a usted el ceviche mixto en el restaurante del puerto.
Somos un país pobre porque nuestras carencias van mucho más allá de la canasta básica; porque las carencias del hombre van más allá del cuerpo, porque también es pobre el espíritu: somos un pueblo resentido y odioso al que le falta amor y al que le falta Dios: porque no hay riqueza en el alma de sesenta mil hombres que no se tocan la conciencia para descuartizar al prójimo; porque no hay riqueza en el alma de una clase política que se aprovecha del rencor de sus ciudadanos para seguirse embolsando el fruto de nuestro trabajo; porque no puede haber riqueza en el alma del que agrede a un desconocido por diferencias políticas; porque no puede haber riqueza en el alma del empresario que no declara impuestos y que no les reconoce derechos sociales a sus trabajadores. Somos un país pobre porque El Salvador no es la zona urbana con internet y acceso a servicios básicos desde donde nos rasgamos las vestiduras los privilegiados, El Salvador es el cantón adonde no llegan los políticos sin la Prado, bloqueador y agua embotellada; El Salvador no es la habitación de la influencer de Tik Tok, es la fosa séptica donde anida el coralillo y el alacrán y donde el papel higiénico es un lujo que no se puede costear. El Salvador es la finca desolada donde entierran los cuerpos de los que no llegaron a celebrar diciembre con sus familias. El Salvador es la secretaria analfabeta prepotente que no te atiende sino das la apariencia; El Salvador son las colas de moribundos en el Seguro Social, El Salvador no es el Surf City porque en una ciudad no asesinan al que se extravía unos cuantos metros de la ruta aristocrática, porque La Libertad tiene tanto de la playa el Tunco como de pandilleros en los suburbios. El Salvador es un país tan pobre que hacemos tres carriles donde hay dos; tan pobre que la Choly es Comisionado de la Juventud y Milena Mayorga, embajadora, mientras que los jóvenes destacados huyeron hace tiempo del destino bochornoso que les esperaba si se quedaban; somos un país tan pobre y con tan pocas expectativas que no esperamos de nuestros gobiernos más que souvenires electorales y la promesa de sacar a los que ya nos hartaron; somos un país tan pobre que la mitad de nosotros cree que la educación es prescindible, tan pobre que tenemos una iglesia en cada cuadra como si la fe fuera changarro, tan pobre que un tercio de nosotros decidió que no valía la pena quedarse y la mitad de nosotros decidió que ni siquiera valía la pena salir a votar; tan pobre que nos parece que hay dictaduras bonitas y que las leyes son para exigir derechos pero no para cumplir obligaciones. Podría seguir, pero me deprime tocar cada cardenal, cada llaga que me recuerda que éste, más que ser un país muy pobre, es un muy pobre país.
Usted dirá que soy egoísta porque me niego a mirar las cosas buenas, yo en cambio pensaré que usted es egoísta porque se niega a mirar esa realidad que desde la burbuja de los privilegios ignora.
Solo sé que a un niño de once años que ha sido asediado por las pandillas en una marginal, que no va a la escuela, que se ha saltado varios tiempos de comida y que ha decidido huir hacia el Norte, no podría decirle jamás que en este país hay riqueza, pues si la hay, no la hay para él.